todavía más profundamente se levantó de pronto, como si pretendiera
eclipsarse sin ser visto. Rodia fingió no verle, pero mientras parecía mirar a lo
lejos distraído, le observaba con el rabillo del ojo. El corazón le latía
aceleradamente. No se había equivocado: Svidrigailof deseaba pasar
inadvertido. Se quitó la pipa de la boca y se dispuso a ocultarse, pero, al
levantarse y apartar la silla, advirtió sin duda que Raskolnikof le espiaba. Se
estaba repitiendo entre ellos la escena de su primera entrevista. Una sonrisa
maligna se esbozó en los labios de Svidrigailof. Después la sonrisa se hizo
más amplia y franca. Los dos se daban cuenta de que se vigilaban
mutuamente. Al fin, Svidrigailof lanzó una carcajada. ¡Eh! le gritó . ¡Suba en
vez de estar ahí parado!
Raskolnikof subió a la taberna. Halló a su hombre en un gabinete contiguo al
salón donde una nutrida clientela
pequeños burgueses, comerciantes,
funcionarios bebía té y escuchaba a las cantantes en medio de una infernal
algarabía. En una pieza vecina se jugaba al billar. Svidrigailof tenía ante sí una
botella de champán empezada y un vaso medio lleno. Estaban con él un niño
que tocaba un organillo portátil y una robusta muchacha de frescas mejillas que
llevaba una falda listada y un sombrero tirolés adornado con cintas. Esta joven
era una cantante. Debía de tener unos dieciocho años, y, a pesar de los cantos
que llegaban de la sala, entonaba una cancioncilla trivial con una voz de
contralto algo ronca, acompañada por el organillo.
¡Basta! dijo Svidrigailof a los artistas al ver entrar a Raskolnikof.
La muchacha dejó de cantar en el acto y esperó en actitud respetuosa.
También respetuosa y gravemente acababa de cantar su vulgar cancioncilla.
¡Felipe, un vaso! pidió a voces Svidrigailof.
Yo no bebo vino dijo Raskolnikof.
Como usted guste. Pero no he pedido un vaso para usted. Bebe, Katia. Hoy ya
no lo volveré a necesitar. Toma.
Le sirvió un gran vaso de vino y le entregó un pequeño billete amarillo.
La muchacha apuró el vaso de un solo trago, como hacen todas las mujeres,
tomó el billete y besó la mano de Svidrigailof, que aceptó con toda seriedad
esta demostración de respeto servil. Acto seguido, la joven se retiró
acompañada del organillero. Svidrigailof los había encontrado a los dos en la
calle. Aún no hacía una semana que estaba en Petersburgo y ya parecía un
antiguo cliente de la casa. Felipe, el camarero, le servía como a un parroquiano
distinguido. La puerta que daba al salón estaba cerrada, y Svidrigailof se
desenvolvía en aquel establecimiento como en casa propia. Seguramente
pasaba allí el día. Aquel local era un antro sucio, innoble, inferior a la categoría
media de esta clase de establecimientos.
Iba a su casa dijo Raskolnikof , y, no sé por qué, he tomado la avenida ... al
dejar la plaza del Mercado. No paso nunca por aquí. Doblo siempre hacia la
derecha al salir de la plaza. Además, éste no es el camino de su casa. Apenas
he doblado hacia este lado, le he visto a usted. Es extraño, ¿verdad?
¿Por qué no dice usted, sencillamente, que esto es un milagro?
Porque tal vez no es más que un azar.
Aquí todo el mundo peca de lo mismo replicó Svidrigailof echándose a reír . Ni
siquiera cuando se cree en un milagro hay nadie que se atreva a confesarlo.
Incluso usted mismo ha dicho que se trata «tal vez» de un azar. ¡Qué poco
valor tiene aquí la gente para mantener sus opiniones! No se lo puede usted
imaginar, Rodion Romanovitch. No digo esto por usted, que tiene una opinión
317