Entre tanto, Catalina Ivanovna se había reanimado un poco. La hemorragia
había cesado. La enferma dirigió una mirada llena de dolor, pero penetrante, a
la pobre Sonia, que, pálida y temblorosa, le limpiaba la frente con un pañuelo.
Después pidió que la levantaran. La sentaron en la cama y le pusieron
almohadas a ambos lados para que pudiera sostenerse.
¿Dónde están los niños? preguntó con voz trémula . ¿Los has traído, Polia?
¡Los muy tontos! ¿Por qué habéis huido? ¿Por qué?
La sangre cubría aún sus delgados labios. La enferma paseó la mirada por la
habitación.
Aquí vives, ¿verdad, Sonia? No había venido nunca a tu casa, y al fin he
tenido ocasión de verla.
Se quedó mirando a Sonia con una expresión llena de amargura.
Hemos destrozado tu vida por completo... Polia, Lena, Kolia, venid... Aquí
están, Sonia... Tómalos... Los pongo en tus manos... Yo he terminado ya... Se
acabó la fiesta... Acostadme... Dejadme morir tranquila.
La tendieron en la cama.
¿Cómo? ¿Un sacerdote? ¿Para qué? ¿Es que a alguno de ustedes les sobra
un rublo...? Yo no tengo pecados... Dios me perdonará... Sabe lo mucho que
he sufrido en la vida... Y si no me perdona, ¿qué le vamos a hacer?
El delirio de la fiebre se iba apoderando de ella. Sus ideas eran cada vez más
confusas. A cada momento se estremecía, miraba al círculo formado en torno
del lecho, los reconocía a todos. Después volvía a hundirse en el delirio. Su
respiración era silbante y penosa. Se oía