derechamente y sin vacilar. El solo hecho de que me preguntara: «¿Habría
matado Napoleón a la vieja?» demostraba que yo no era un Napoleón...
Sobrellevé hasta el final el sufrimiento ocasionado por estos desatinos y
después traté de expulsarlos. Yo maté no por cuestiones de conciencia, sino
por un impulso que sólo a mí me atañía. No quiero engañarme a mí mismo
sobre este punto. Yo no maté por acudir en socorro de mi madre ni con la
intención de dedicar al bien de la humanidad el poder y el dinero que obtuviera;
no, no, yo sólo maté por mi interés personal, por mí mismo, y en aquel
momento me importaba muy poco saber si sería un bienhechor de la
humanidad o un vampiro de la sociedad, una especie de araña que caza seres
vivientes con su tela. Todo me era indiferente. Desde luego, no fue la idea del
dinero la que me impulsó a matar. Más que el dinero necesitaba otra cosa...
Ahora lo sé... Compréndeme... Si tuviera que volver a hacerlo, tal vez no lo
haría... Era otra la cuestión que me preocupaba y me impulsaba a obrar. Yo
necesitaba saber, y cuanto antes, si era un gusano como los demás o un
hombre, si era capaz de franquear todos los obstáculos, si osaba inclinarme
para asir el poder, si era una criatura temerosa o si procedía como el que
ejerce un derecho.
¿Derecho a matar? exclamó la joven, atónita.
¡Calla, Sonia! exclamó Rodia, irritado. A sus labios acudió una objeción, pero
se limitó a decir : No me interrumpas. Yo sólo quería decirte que el diablo me
impulsó a hacer aquello y luego me hizo comprender que no tenía derecho a
hacerlo, puesto que era un gusano como los demás. El diablo se burló de mí.
Si estoy en tu casa es porque soy un gusano; de lo contrario, no te habría
hecho esta visita... Has de saber que cuando fui a casa de la vieja, yo
solamente deseaba hacer un experimento.
Usted mató.
Pero ¿cómo? No se asesina como yo lo hice. El que comete un crimen
procede de modo muy distinto... Algún día lo contaré todo detalladamente...
¿Fue a la vieja a quien maté? No, me asesiné a mí mismo, no a ella, y me
perdí para siempre... Fue el diablo el que mató a la vieja y no yo.
Y de pronto exclamó con voz desgarradora:
¡Basta, Sonia, basta! ¡Déjame, déjame!
Raskolnikof apoyó los codos en las rodillas y hundió la cabeza entre sus
manos, rígidas como tenazas.
¡Qué modo de sufrir! gimió Sonia.
Bueno, ¿qué debo hacer? Habla dijo el joven, levantando la cabeza y
mostrando su rostro horriblemente descompuesto.
¿Qué debes hacer? exclamó la muchacha.
Se arrojó sobre él. Sus ojos, hasta aquel momento bañados en lágrimas,
centellaron de pronto.
¡Levántate!
Le había puesto la mano en el hombro. Él se levantó y la miró, estupefacto.
Ve inmediatamente a la próxima esquina, arrodíllate y besa la tierra que has
mancillado. Después inclínate a derecha e izquierda, ante cada persona que
pase, y di en voz alta: « ¡He matado! » Entonces Dios te devolverá la vida.
Temblando de pies a cabeza, le asió las manos convulsivamente y le miró con
ojos de loca.
¿Irás, irás? le preguntó.
Raskolnikof estaba tan abatido, que tanta exaltación le sorprendió.
287