Se había producido en él un cambio repentino. Su ficticio aplomo y el tono
insolente que afectaba momentos antes habían desaparecido. Hasta su voz
parecía haberse debilitado.
Te dije ayer que no vendría hoy a pedirte perdón, y he aquí que he comenzado
esta conversación poco menos que excusándome. Al hablarte de Lujine y de la
Providencia pensaba en mí mismo, Sonia, y me excusaba.
Trató de sonreír, pero sólo pudo esbozar una mueca de impotencia. Luego bajó
la cabeza y ocultó el rostro entre las manos.
De súbito, una extraña y sorprendente sensación de odio hacia Sonia le
traspasó el corazón. Asombrado, incluso aterrado de este descubrimiento
inaudito, levantó la cabeza y observó atentamente a la joven. Vio que fijaba en
él una mirada inquieta y llena de una solicitud dolorosa, y al advertir que
aquellos ojos expresaban amor, su odio se desvaneció como un fantasma. Se
había equivocado acerca de la naturaleza del sentimiento que experimentaba:
lo que sentía era, simplemente, que el momento fatal había llegado.
Bajó de nuevo la cabeza y otra vez ocultó el rostro entre las manos. De pronto
palideció, se levantó, miró a Sonia y sin pronunciar palabra, fue maquinalmente
a sentarse en el lecho. Su impresión en aquel momento era exactamente la
misma que había experimentado el día en que, de pie a espaldas de la vieja,
había sacado el hacha del nudo corredizo, mientras se decía que no había que
perder ni un segundo.
¿Qué le ocurre? preguntó Sonia, llena de turbación.
Raskolnikof no pudo pronunciar ni una palabra. Había pensado dar «la
explicación» en circunstancias completamente distintas y no comprendía lo que
estaba ocurriendo en su interior.
Sonia se acercó paso a paso, se sentó a su lado, en el lecho, y, sin apartar de
él los ojos, esperó. Su corazón latía con violencia. La situación se hacía
insoportable. Él volvió hacia la joven su rostro, cubierto de una palidez mortal.
Sus contraídos labios eran incapaces de pronunciar una sola palabra.
Entonces el pánico se apoderó de Sonia.
¿Qué le pasa? volvió a preguntarle, apartándose un poco de él.
Nada, Sonia. No te asustes... Es una tontería... Sí, basta pensar en ello un
instante para ver que es una tontería murmuró como delirando . No sé por qué
he venido a atormentarte añadió, mirándola . En verdad, no lo sé. ¿Por qué?
¿Por qué? No ceso de hacerme esta pregunta, Sonia.
Tal vez se la había hecho un cuarto de hora antes, pero en aquel momento su
debilidad era tan extrema que apenas se daba cuenta de que existía. Un
continuo temblor agitaba todo su cuerpo.
¡Cómo se atormenta usted! se lamentó Sonia, mirándole.
No es nada, no es nada... He aquí lo que te quería decir...
Una sombra de sonrisa jugueteó unos segundos en sus labios.
¿Te acuerdas de lo que quería decirte ayer?
Sonia esperó, visiblemente inquieta.
Cuando me fui, te dije que tal vez te decía adiós para siempre, pero que si
volvía hoy te diría quién mató a Lisbeth.
De pronto, todo el cuerpo de Sonia empezó a temblar.
Pues bien, he venido a decírtelo.
Así, ¿hablaba usted en serio? balbuceó Sonia haciendo un gran esfuerzo .
Pero ¿cómo lo sabe usted? preguntó vivamente, como si acabara de volver en
sí.
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