CRIMEN Y CASTIGO crimen y castigo | Page 238

perdiendo la cabeza, ya lo verá. Una noble indignación hace hervir su sangre. Usted está irritado, en primer lugar contra el destino, después contra la policía. Por eso va usted de un lado a otro tratando de despertar sospechas en la gente. Quiere terminar cuanto antes, pues está usted harto de sospechas y comadreos estúpidos. ¿Verdad que no me equivoco, que he interpretado exactamente su estado de ánimo? Pero si sigue así, no será usted solo el que se volverá loco, sino que trastornará al bueno de Rasumikhine, y no me negará usted que no estaría nada bien hacer perder la cabeza a ese muchacho tan simpático. Usted está enfermo; él tiene un exceso de bondad, y precisamente esa bondad es lo que le expone a contagiarse. Cuando se haya tranquilizado usted un poco, mi querido amigo, ya le contaré... Pero siéntese, por el amor de Dios. Descanse un poco. Está usted blanco como la cal. Siéntese, haga el favor. Raskolnikof obedeció. El temblor que le había asaltado se calmaba poco a poco y la fiebre se iba apoderando de él. Pese a su visible inquietud, escuchaba con profunda sorpresa las muestras de interés de Porfirio Petrovitch. Pero no daba fe a sus palabras, a pesar de que experimentaba una tendencia inexplicable a creerle. La alusión inesperada de Porfirio al alquiler de la habitación le había paralizado de asombro. «¿Cómo se habrá enterado de esto y por qué me lo habrá dicho? » Durante el ejercicio de mi profesión continuó inmediatamente Porfirio Petrovitch , he tenido un caso análogo, un caso morboso. Un hombre se acusó de un asesinato que no había cometido. Era juguete de una verdadera alucinación. Exponía hechos, los refería, confundía a todo el mundo. Y todo esto, ¿por qué? Porque indirectamente y sin conocimiento de causa había facilitado la perpetración de un crimen. Cuando se dio cuenta de ello, se sintió tan apenado, se apoderó de él tal angustia, que se imaginó que era el asesino. Al fin, el Senado aclaró el asunto y el infeliz fue puesto en libertad, pero, de no haber intervenido el Senado, no habría habido salvación para él. Pues bien, amigo mío, también a usted se le puede trastornar el juicio si pone sus nervios en tensión yendo a tirar del cordón de una campanilla al anochecer y haciendo preguntas sobre manchas de sangre... En la práctica de mi profesión me ha sido posible estudiar estos fenómenos psicológicos. Lo que nuestro hombre siente es un vértigo parecido al que impulsa a ciertas personas a arrojarse por una ventana o desde lo alto de un campanario; una especie de atracción irresistible; una enfermedad, Rodion Romanovitch, una enfermedad y nada más que una enfermedad. Usted descuida la suya demasiado. Debe consultar a un buen médico y no a ese tipo rollizo que lo visita... Usted delira a veces, y ese mal no tiene más origen que el delirio... Momentáneamente, Raskolnikof creyó ver que todo daba vueltas. «¿Es posible que esté fingiendo? ¡No, no es posible!», se dijo, rechazando con todas sus fuerzas un pensamiento que se daba perfecta cuenta de ello amenazaba hacerle enloquecer de furor. En aquellos momentos, yo no estaba bajo los efectos del delirio, procedía con plena conciencia de mis actos exclamó, pendiente de las reacciones de Porfirio Petrovitch, en su deseo de descubrir sus intenciones . Conservaba toda mi razón, toda mi razón, ¿oye usted? Sí, lo oigo y lo comprendo. Ya lo dijo usted ayer, e insistió sobre este punto. Yo comprendo anticipadamente todo lo que usted puede decir. Óigame, Rodion Romanovitch, mi querido amigo: permítame hacerle una nueva observación. Si   237