perdiendo la cabeza, ya lo verá. Una noble indignación hace hervir su sangre.
Usted está irritado, en primer lugar contra el destino, después contra la policía.
Por eso va usted de un lado a otro tratando de despertar sospechas en la
gente. Quiere terminar cuanto antes, pues está usted harto de sospechas y
comadreos estúpidos. ¿Verdad que no me equivoco, que he interpretado
exactamente su estado de ánimo?
Pero si sigue así, no será usted solo el que se volverá loco, sino que
trastornará al bueno de Rasumikhine, y no me negará usted que no estaría
nada bien hacer perder la cabeza a ese muchacho tan simpático. Usted está
enfermo; él tiene un exceso de bondad, y precisamente esa bondad es lo que
le expone a contagiarse. Cuando se haya tranquilizado usted un poco, mi
querido amigo, ya le contaré... Pero siéntese, por el amor de Dios. Descanse
un poco. Está usted blanco como la cal. Siéntese, haga el favor.
Raskolnikof obedeció. El temblor que le había asaltado se calmaba poco a
poco y la fiebre se iba apoderando de él. Pese a su visible inquietud,
escuchaba con profunda sorpresa las muestras de interés de Porfirio
Petrovitch. Pero no daba fe a sus palabras, a pesar de que experimentaba una
tendencia inexplicable a creerle. La alusión inesperada de Porfirio al alquiler de
la habitación le había paralizado de asombro.
«¿Cómo se habrá enterado de esto y por qué me lo habrá dicho? »
Durante el ejercicio de mi profesión
continuó inmediatamente Porfirio
Petrovitch , he tenido un caso análogo, un caso morboso. Un hombre se acusó
de un asesinato que no había cometido. Era juguete de una verdadera
alucinación. Exponía hechos, los refería, confundía a todo el mundo. Y todo
esto, ¿por qué? Porque indirectamente y sin conocimiento de causa había
facilitado la perpetración de un crimen. Cuando se dio cuenta de ello, se sintió
tan apenado, se apoderó de él tal angustia, que se imaginó que era el asesino.
Al fin, el Senado aclaró el asunto y el infeliz fue puesto en libertad, pero, de no
haber intervenido el Senado, no habría habido salvación para él. Pues bien,
amigo mío, también a usted se le puede trastornar el juicio si pone sus nervios
en tensión yendo a tirar del cordón de una campanilla al anochecer y haciendo
preguntas sobre manchas de sangre... En la práctica de mi profesión me ha
sido posible estudiar estos fenómenos psicológicos. Lo que nuestro hombre
siente es un vértigo parecido al que impulsa a ciertas personas a arrojarse por
una ventana o desde lo alto de un campanario; una especie de atracción
irresistible; una enfermedad, Rodion Romanovitch, una enfermedad y nada
más que una enfermedad. Usted descuida la suya demasiado. Debe consultar
a un buen médico y no a ese tipo rollizo que lo visita... Usted delira a veces, y
ese mal no tiene más origen que el delirio...
Momentáneamente, Raskolnikof creyó ver que todo daba vueltas.
«¿Es posible que esté fingiendo? ¡No, no es posible!», se dijo, rechazando con
todas sus fuerzas un pensamiento que se daba perfecta cuenta de ello
amenazaba hacerle enloquecer de furor.
En aquellos momentos, yo no estaba bajo los efectos del delirio, procedía con
plena conciencia de mis actos exclamó, pendiente de las reacciones de
Porfirio Petrovitch, en su deseo de descubrir sus intenciones . Conservaba toda
mi razón, toda mi razón, ¿oye usted?
Sí, lo oigo y lo comprendo. Ya lo dijo usted ayer, e insistió sobre este punto.
Yo comprendo anticipadamente todo lo que usted puede decir. Óigame, Rodion
Romanovitch, mi querido amigo: permítame hacerle una nueva observación. Si
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