estrechos, y al fin, ¡plaf!, se meterá en mi propia boca y yo lo engulliré
tranquilamente. Esto no deja de tener su encanto, ¿no le parece?
Raskolnikof no le contestó. Estaba pálido e inmóvil. Sin embargo, seguía
observando a Porfirio con profunda atención.
«Me ha dado una buena lección se dijo mentalmente, helado de espanto . Esto
ya no es el juego del gato y el ratón con que nos entretuvimos ayer. No me ha
hablado así por el simple placer de hacer ostentación de su fuerza. Es
demasiado inteligente para eso. Sin duda persigue otro fin, pero ¿cuál? ¡Bah!
Todo esto es sólo un ardid para asustarme. ¡Eh, amigo! No tienes pruebas.
Además, el hombre de ayer no existe. Lo que tú pretendes es desconcertarme,
irritarme hasta el máximo, para asestarme al fin el golpe decisivo. Pero te
equivocas; saldrás trasquilado... ¿Por qué hablará con segundas palabras?
Pretende aprovecharse del mal estado de mis nervios... No, amigo mío, no te
saldrás con la tuya. No sé lo que habrás tramado, pero te llevarás un chasco
mayúsculo. Vamos a ver qué es lo que tienes preparado.»
Y reunió todas sus fuerzas para afrontar valerosamente la misteriosa catástrofe
que preveía. Experimentaba un ávido deseo de arrojarse sobre Porfirio
Petrovitch y estrangularlo.
En el momento de entrar en el despacho del juez, ya había temido no poder
dominarse. Sentía latir su corazón con violencia; tenía los labios resecos y
espesa la saliva. Sin embargo, decidió guardar silencio para no pronunciar
ninguna palabra imprudente. Comprendía que ésta era la mejor táctica que
podía seguir en su situación, pues así no solamente no corría peligro de
comprometerse, sino que tal vez conseguiría irritar a su adversario y arrancarle
alguna palabra imprudente. Ésta era su esperanza por lo menos.
Ya veo que no me ha creído usted -prosiguió Porfirio . Usted supone que todo
esto son bromas inocentes.
Se mostraba cada vez más alegre y no cesaba de dejar oír una risita de
satisfacción, mientras de nuevo iba y venía por el despacho.
Comprendo que lo haya tomado usted a broma. Dios me ha dado una figura
que sólo despierta en los demás pensamientos cómicos. Tengo el aspecto de
un bufón. Sin embargo, quiero decirle y repetirle una cosa, mi querido Rodion
Romanovitch... Pero, ante todo, le ruego que me perdone este lenguaje de
viejo. Usted es un hombre que está en la flor de la vida, e incluso en la primera
juventud, y, como todos los jóvenes, siente un especial aprecio por la
inteligencia humana. La agudeza de ingenio y las deducciones abstractas le
seducen. Esto me recuerda los antiguos problemas militares de Austria, en la
medida, claro es, de mis conocimientos sobre la materia. En teoría, los
austriacos habían derrotado a Napoleón, e incluso le consideraban prisionero.
Es decir, que en la sala de reuniones lo veían todo de color de rosa. Pero ¿qué
ocurrió en la realidad? Que el general Mack se rindió con todo su ejército. ¡Je,
je, je...! Ya veo, mi querido Rodion Romanovitch, que en su interior se está
riendo de mí, porque el hombre apacible que soy en la vida privada echa mano,
para todos sus ejemplos, de la historia militar. Pero ¿qué le vamos a hacer? Es
mi debilidad. Soy un enamorado de las cosas militares, y mis lecturas
predilectas son aquellas que se relacionan con la guerra... Verdaderamente, he
equivocado mi carrera. Debí ingresar en el ejército. No habría llegado a ser un
Napoleón, pero sí a conseguir el grado de comandante. ¡Je, je, je...! Bien;
ahora voy a decirle sinceramente todo lo que pienso, mi querido amigo, acerca
del «caso que nos interesa». La realidad y la naturaleza, señor mío, son cosas
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