su vista en los ojos de Raskolnikof y rompió a reír con una risa prolongada y
nerviosa que sacudía todo su cuerpo. El joven se echó a reír también, con una
risa un tanto forzada, pero cuando la hilaridad de Porfirio, al verle reír a él, se
avivó hasta el punto de que su rostro se puso como la grana, Raskolnikof se
sintió dominado por una contrariedad tan profunda, que perdió por completo la
prudencia. Dejó de reír, frunció el entrecejo y dirigió al juez de instrucción una
mirada de odio que ya no apartó de él mientras duró aquella larga y, al parecer,
un tanto ficticia alegría. Por lo demás, Porfirio no se mostraba más prudente
que él, ya que se había echado a reír en sus mismas narices y parecía
importarle muy poco que a éste le hubiera sentado tan mal la cosa. Esta última
circunstancia pareció extremadamente significativa al joven, el cual dedujo que
todo había sucedido a medida de los deseos de Porfirio Petrovitch y que él,
Raskolnikof, se había dejado coger en un lazo. Allí, evidentemente, había
alguna celada, algún propósito que él no había logrado descubrir. La mina
estaba cargada y estallaría de un momento a otro.
Echando por la calle de en medio, se levantó y cogió su gorra.
Porfirio Petrovitch dijo en un tono resuelto que dejaba traslucir una viva
irritación