CRIMEN Y CASTIGO crimen y castigo | Page 230

Me parece dijo Raskolnikof que ayer mostró usted deseos de interrogarme... oficialmente... sobre mis relaciones con la mujer asesinada... «¿Por qué habré dicho "me parece"?» Esta idea atravesó su mente como un relámpago. «Pero ¿por qué me ha de inquietar tanto ese "me parece"?», se dijo acto seguido. Y de súbito advirtió que su desconfianza, originada tan sólo por la presencia de Porfirio, a las dos palabras y a las dos miradas cambiadas con él, había cobrado en dos minutos dimensiones desmesuradas. Esta disposición de ánimo era sumamente peligrosa. Raskolnikof se daba perfecta cuenta de ello. La tensión de sus nervios aumentaba, su agitación crecía... « ¡Malo, malo! A ver si hago alguna tontería.» ¡Ah, sí! No se preocupe... Hay tiempo dijo Porfirio Petrovitch, yendo y viniendo por el despacho, al parecer sin objeto, pues ahora se dirigía a la mesa, e inmediatamente después se acercaba a la ventana, para volver en seguida al lado de la mesa. En sus paseos rehuía la mirada retadora de Raskolnikof, después de lo cual se detenía de pronto y le miraba a la cara fijamente. Era extraño el espectáculo que ofrecía aquel cuerpo rechoncho, cuyas evoluciones recordaban las de una pelota que rebotase de una a otra pared. Porfirio Petrovitch continuó: Nada nos apremia. Tenemos tiempo de sobra... ¿Fuma usted? ¿Acaso no tiene tabaco? Tenga un cigarrillo... Aunque le recibo aquí, mis habitaciones están allí, detrás de ese tabique. El Estado corre con los gastos. Si no las habito es porque necesitan ciertas reparaciones. Por cierto que ya están casi terminadas. Es magnífico eso de tener una casa pagada por el Estado. ¿No opina usted así? En efecto, es una cosa magnífica repuso Raskolnikof, mirándole casi burlonamente. Una cosa magnífica, una cosa magnífica repetía Porfirio Petrovitch distraídamente . ¡Sí, una cosa magnífica! gritó, deteniéndose de súbito a dos pasos del joven. La continua y estúpida repetición de aquella frase referente a las ventajas de tener casa gratuita contrastaba extrañamente, por su vulgaridad, con la mirada grave, profunda y enigmática que el juez de instrucción fijaba en Raskolnikof en aquel momento. Esto no hizo sino acrecentar la cólera del joven, que, sin poder contenerse, lanzó a Porfirio Petrovitch un reto lleno de ironía e imprudente en extremo. Bien sé empezó a decir con una insolencia que, evidentemente, le llenaba de satisfacción que es un principio, una regla para todos los jueces, comenzar hablando de cosas sin importancia, o de cosas serias, si usted quiere, pero que no tienen nada que ver con el asunto que interesa. El objeto de esta táctica es alentar, por decirlo así, o distraer a la persona que interrogan, ahuyentando su desconfianza, para después, de improviso, arrojarles en pleno rostro la pregunta comprometedora. ¿Me equivoco? ¿No es ésta una regla, una costumbre rigurosamente observada en su profesión? Así... ¿usted cree que yo sólo le he hablado de la casa pagada por el Estado para...? Al decir esto, Porfirio Petrovitch guiñó los ojos y una expresión de malicioso regocijo transfiguró su fisonomía. Las arrugas de su frente desaparecieron de pronto, sus ojos se empequeñecieron, sus facciones se dilataron. Entonces fijó   229