Me parece dijo Raskolnikof que ayer mostró usted deseos de interrogarme...
oficialmente... sobre mis relaciones con la mujer asesinada...
«¿Por qué habré dicho "me parece"?»
Esta idea atravesó su mente como un relámpago.
«Pero ¿por qué me ha de inquietar tanto ese "me parece"?», se dijo acto
seguido.
Y de súbito advirtió que su desconfianza, originada tan sólo por la presencia de
Porfirio, a las dos palabras y a las dos miradas cambiadas con él, había
cobrado en dos minutos dimensiones desmesuradas. Esta disposición de
ánimo era sumamente peligrosa. Raskolnikof se daba perfecta cuenta de ello.
La tensión de sus nervios aumentaba, su agitación crecía...
« ¡Malo, malo! A ver si hago alguna tontería.»
¡Ah, sí! No se preocupe... Hay tiempo dijo Porfirio Petrovitch, yendo y viniendo
por el despacho, al parecer sin objeto, pues ahora se dirigía a la mesa, e
inmediatamente después se acercaba a la ventana, para volver en seguida al
lado de la mesa. En sus paseos rehuía la mirada retadora de Raskolnikof,
después de lo cual se detenía de pronto y le miraba a la cara fijamente. Era
extraño el espectáculo que ofrecía aquel cuerpo rechoncho, cuyas evoluciones
recordaban las de una pelota que rebotase de una a otra pared.
Porfirio Petrovitch continuó:
Nada nos apremia. Tenemos tiempo de sobra... ¿Fuma usted? ¿Acaso no
tiene tabaco? Tenga un cigarrillo... Aunque le recibo aquí, mis habitaciones
están allí, detrás de ese tabique. El Estado corre con los gastos. Si no las
habito es porque necesitan ciertas reparaciones. Por cierto que ya están casi
terminadas. Es magnífico eso de tener una casa pagada por el Estado. ¿No
opina usted así?
En efecto, es una cosa magnífica repuso Raskolnikof, mirándole casi
burlonamente.
Una cosa magnífica, una cosa magnífica
repetía Porfirio Petrovitch
distraídamente . ¡Sí, una cosa magnífica! gritó, deteniéndose de súbito a dos
pasos del joven.
La continua y estúpida repetición de aquella frase referente a las ventajas de
tener casa gratuita contrastaba extrañamente, por su vulgaridad, con la mirada
grave, profunda y enigmática que el juez de instrucción fijaba en Raskolnikof en
aquel momento.
Esto no hizo sino acrecentar la cólera del joven, que, sin poder contenerse,
lanzó a Porfirio Petrovitch un reto lleno de ironía e imprudente en extremo.
Bien sé empezó a decir con una insolencia que, evidentemente, le llenaba de
satisfacción que es un principio, una regla para todos los jueces, comenzar
hablando de cosas sin importancia, o de cosas serias, si usted quiere, pero
que no tienen nada que ver con el asunto que interesa. El objeto de esta táctica
es alentar, por decirlo así, o distraer a la persona que interrogan, ahuyentando
su desconfianza, para después, de improviso, arrojarles en pleno rostro la
pregunta comprometedora. ¿Me equivoco? ¿No es ésta una regla, una
costumbre rigurosamente observada en su profesión?
Así... ¿usted cree que yo sólo le he hablado de la casa pagada por el Estado
para...?
Al decir esto, Porfirio Petrovitch guiñó los ojos y una expresión de malicioso
regocijo transfiguró su fisonomía. Las arrugas de su frente desaparecieron de
pronto, sus ojos se empequeñecieron, sus facciones se dilataron. Entonces fijó
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