Peor para él.
Su lógica es irrefutable. Pero la conciencia está en juego.
Eso no debe preocuparle.
Es una cuestión que afecta a los sentimientos humanos.
El que sufre reconociendo su error, recibe un castigo que se suma al del
penal.
Así dijo Rasumikhine, malhumorado , los hombres geniales, esos que tienen
derecho a matar, ¿no han de sentir ningún remordimiento por haber derramado
sangre humana...?
No se trata de que deban o no deban sentirlo. Sólo sufrirán en el caso de que
sus víctimas les inspiren compasión. El sufrimiento y el dolor van
necesariamente unidos a un gran corazón y a una elevada inteligencia. Los
verdaderos grandes hombres deben de experimentar, a mi entender, una gran
tristeza en este mundo añadió con un aire pensativo que contrastaba con el
tono de la conversación.
Levantó los ojos y miró a los presentes con aire distraído. Después sonrió y
cogió su gorra. Estaba sereno, por lo menos mucho más que cuando había
llegado, y se daba cuenta de ello. Todos se levantaron. Porfirio Petrovitch dijo:
Enfádese conmigo, insúlteme si quiere, pero no puedo remediarlo: tengo que
hacerle otra pregunta..., aunque reconozco que estoy abusando de su
paciencia. Quisiera exponerle cierta idea que se me acaba de ocurrir y que
temo olvidar...
Bien, usted dirá dijo Raskolnikof, de pie, pálido y serio, frente al juez de
instrucción.
Pues se trata... No sé cómo explicarme... Es una idea tan extraña... De tipo
psicológico, ¿sabe...? Verá. Yo creo que cuando estaba usted escribiendo su
artículo tenía forzosamente que considerarse, por lo menos en cierto modo,
como uno de esos hombres extraordinarios destinados a decir «palabras
nuevas», en el sentido que usted ha dado a esta expresión... ¿No es así?
Es muy posible repuso desdeñosamente Raskolnikof.
Rasumikhine hizo un movimiento.
En ese caso, ¿sería usted capaz de decidirse, para salir de una situación
económica apurada o para hacer un servicio a la humanidad, a dar el paso...,
en fin, a matar para robar?
Y guiñó el ojo izquierdo, mientras sonreía en silencio, exactamente igual que
antes.
Si estuviera decidido a dar un paso así, tenga la seguridad de que no se lo
diría a usted repuso Raskolnikof con retadora arrogancia.
Mi pregunta ha obedecido a una curiosidad puramente literaria. La he hecho
con el único fin de comprender mejor el fondo de su artículo.
«¡Qué celada tan buena! pensó Raskolnikof, asqueado . La malicia está cosida
con hilo blanco.»
Permítame aclararle dijo secamente que yo no me he creído jamás un
Mahoma ni un Napoleón, ni ningún otro personaje de este género, y que, en
consecuencia, no puedo decirle lo que haría en el caso contrario.
Pues es raro, porque ¿quién no se cree hoy en Rusia un Mahoma o un
Napoleón? exclamó Porfirio, empleando de súbito un tono exageradamente
familiar.
Incluso el acento que había empleado para pronunciar estas palabras era
singularmente explícito.
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