¡Imbécil!
Raskolnikof se reía de tal modo, que parecía no poder cesar de reír. La
hilaridad le duraba todavía cuando llegaron a casa de Porfirio Petrovitch. Esto
era lo que él quería. Así, desde el despacho le oyeron entrar en la casa riendo,
y siguieron oyendo estas risas cuando los dos amigos llegaron a la antesala.
¡Ojo con decir aquí una sola palabra, porque te hago papilla! dijo Rasumikhine
fuera de sí y atenazando con su mano el hombro de su amigo.
V
Raskolnikof entró en el despacho con el gesto del hombre que hace
descomunales esfuerzos para no reventar de risa. Le seguía Rasumikhine, rojo
como la grana, cohibido, torpe y transfigurado por el furor del semblante. Su
cara y su figura tenían en aquellos momentos un aspecto cómico que
justificaba la hilaridad de su amigo. Raskolnikof, sin esperar a ser presentado,
se inclinó ante el dueño de la casa, que estaba de pie en medio del despacho,
mirándolos con expresión interrogadora, y cambió con él un apretón de manos.
Pareciendo todavía que hacía un violento esfuerzo para no echarse a reír, dijo
quién era y cómo se llamaba. Pero apenas se había mantenido serio mientras
murmuraba algunas palabras, sus ojos miraron casualmente a Rasumikhine.
Entonces ya no pudo contenerse y lanzó una carcajada que, por efecto de la
anterior represión, resultó más estrepitosa que las precedentes.
El extraordinario furor que esta risa loca despertó en Rasumikhine prestó, sin
que éste lo advirtiera, un buen servicio a Raskolnikof.
¡Demonio de hombre! gruñó Rasumikhine, con un ademán tan violento que
dio un involuntario manotazo a un velador sobre el que había un vaso de té
vacío. Por efecto del golpe, todo rodó por el suelo ruidosamente.
No hay que romper los muebles, señores míos exclamó Porfirio Petrovitch
alegremente . Esto es un perjuicio para el Estado.
Raskolnikof seguía riendo, y de tal modo, que se olvidó de que su mano estaba
en la de Porfirio Petrovitch. Sin embargo, consciente de que todo tiene su
medida, aprovechó un momento propicio para recobrar la seriedad lo más
naturalmente posible. Rasumikhine, al que el accidente que su conducta
acababa de provocar había sumido en el colmo de la confusión, miró un
momento con expresión sombría los trozos de vidrio, después escupió, volvió
la espalda a Porfirio y a Raskolnikof, se acercó a la ventana y, aunque no veía,
hizo como si mirase al exterior. Porfirio Petrovitch reía por educación, pero se
veía claramente que esperaba le explicasen el motivo de aquella visita.
En un rincón estaba Zamiotof sentado en una silla. Al aparecer los visitantes se
había levantado, esbozando una sonrisa. Contemplaba la escena con una
expresión en que el asombro se mezclaba con la desconfianza, y observaba a
Raskolnikof incluso con una especie de turbación. La aparición inesperada de
Zamiotof sorprendió desagradablemente al joven, que se dijo:
«Otra cosa en que hay que pensar.»
Y manifestó en voz alta, con una confusión fingida:
Le ruego que me perdone...
Pero ¿qué dice usted? ¡Si estoy encantado! Ha entrado usted de un modo tan
agradable... repuso Porfirio Petrovitch, y añadió, indicando a Rasumikhine con
un movimiento de cabeza . Ése, en cambio, ni siquiera me ha dado los Buenos
días.
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