Durante la hora y media de espera, las dos mujeres no habían cesado de hacer
preguntas a Nastasia, que estaba aún ante ellas y las había informado de todo
cuanto sabía acerca de Raskolnikof. Estaban aterradas desde que la sirvienta
les había dicho que el huésped había salido de casa enfermo y seguramente
bajo los efectos del delirio.
Señor..., ¿qué será de él?
Y lloraban las dos. Habían sufrido lo indecible durante la larga espera.
Un grito de alegría acogió a Raskolnikof. Las dos mujeres se arrojaron sobre él.
Pero él permanecía inmóvil, petrificado, como si repentinamente le hubieran
arrancado la vida. Un pensamiento súbito, insoportable, lo había fulminado.
Raskolnikof no podía levantar los brazos para estrecharlas entre ellos. No
podía, le era materialmente imposible.
Su madre y su hermana, en cambio, no cesaban de abrazarlo, de estrujarlo, de
llorar, de reír... Él dio un paso, vaciló y rodó por el suelo, desvanecido.
Gran alarma, gritos de horror, gemidos. Rasumikhine, que se había quedado
en el umbral, entró presuroso en la habitación, levantó al enfermo con sus
atléticos brazos y, en un abrir y cerrar de ojos, lo depositó en el diván.
¡No es nada, no es nada! gritaba a la hermana y a la madre . Un simple
mareo. El médico acaba de decir que está muy mejorado y que se curará por
completo... Traigan un poco de agua... Miren, ya recobra el conocimiento.
Atenazó la mano de Dunetchka tan vigorosamente como si pretendiera
triturársela y obligó a la joven a inclinarse para comprobar que, efectivamente,
su hermano volvía en sí.
Tanto la hermana como la madre miraban a Rasumikhine con tierna gratitud,
como si tuviesen ante sí a la misma Providencia. Sabían por Nastasia lo que
había sido para Rodia, durante toda la enfermedad, aquel «avispado joven»,
como Pulqueria Alejandrovna Raskolnikof le llamó aquella misma noche en una
conversación íntima que sostuvo con su hija Dunia.
TERCERA PARTE
I
Raskolnikof se levantó y quedó sentado en el diván. Con un leve gesto indicó a
Rasumikhine que suspendiera el torrente de su elocuencia desordenada y las
frases de consuelo que dirigía a su hermana y a su madre. Después, cogiendo
a las dos mujeres de la mano, las observó en silencio, alternativamente, por
espacio de dos minutos cuando menos. Esta mirada inquietó profundamente a
la madre: había en ella una sensibilidad tan fuerte, que resultaba dolorosa.
Pero, al mismo tiempo, había en aquellos ojos una fijeza de insensatez.
Pulqueria Alejandrovna se echó a llorar. Avdotia Romanovna estaba pálida y su
mano temblaba en la de Rodia.
Volved a vuestro alojamiento... con él dijo Raskolnikof con voz entrecortada y
señalando a Rasumikhine . Ya hablaremos mañana. ¿Hace mucho que habéis
llegado?
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