Al decir esto, Raskolnikof acercó nuevamente su cara a la de Zamiotof y le miró
tan fijamente, que esta vez el secretario no pudo evitar un estremecimiento.
He aquí cómo habría procedido yo. Habría cogido las joyas y el dinero y,
apenas hubiera dejado la casa, me habría dirigido a un lugar apartado, cercado
de muros y desierto; un solar o algo parecido. Ante todo, habría buscado una
piedra de gran tamaño, de unas cuarenta libras por lo menos, una de esas
piedras que, terminada la construcción de un edificio, suelen quedar en algún
rincón, junto a una pared. Habría levantado la piedra y entonces habría
quedado al descubierto un hoyo. En este hoyo habría depositado las joyas y el
dinero; luego habría vuelto a poner la piedra en su sitio y acercado un poco de
tierra con el pie en torno alrededor. Luego me habría marchado y habría estado
un año, o dos, o tres, sin volver por allí... ¡Y ya podrían ustedes buscar al
culpable!
¡Está usted loco! exclamó Zamiotof.
Lo había dicho también en voz baja y se había apartado de Raskolnikof. Éste
palideció horriblemente y sus ojos fulguraban. Su labio superior temblaba
convulsivamente. Se acercó a Zamiotof tanto como le fue posible y empezó a
mover los labios sin pronunciar palabra. Así estuvo treinta segundos. Se daba
perfecta cuenta de lo que hacía, pero no podía dominarse. La terrible confesión
temblaba en sus labios, como días atrás el cerrojo en la puerta, y estaba a
punto de escapársele.
¿Y si yo fuera el asesino de la vieja y de Lisbeth? preguntó, e inmediatamente
volvió a la realidad.
Zamiotof le miró con ojos extraviados y se puso blanco como un lienzo. Esbozó
una sonrisa.
¿Es posible? preguntó en un imperceptible susurro.
Raskolnikof fijó en él una mirada venenosa.
Confiese que se lo ha creído dijo en un tono frío y burlón . ¿Verdad que sí?
¡Confiéselo!
Nada de eso replicó vivamente Zamiotof . No lo creo en absoluto. Y ahora
menos que nunca.
¡Ha caído usted, muchacho! ¡Ya le tengo! Usted no ha dejado de creerlo, por
poco que sea, puesto que dice que ahora lo cree moins que jamais.
No, no exclamó Zamiotof, visiblemente confundido . Yo no lo he creído nunca.
Ha sido usted, confiéselo, el que me ha atemorizado para inculcarme esta idea.
Entonces, ¿no lo cree usted? ¿Es que no se acuerda de lo que hablaron
ustedes cuando salí de la comisaría? Además, ¿por qué el «teniente Pólvora»
me interrogó cuando recobré el conocimiento?
Se levantó, cogió su gorra y gritó al camarero:
¡Eh! ¿Cuánto le debo?
Treinta kopeks dijo el muchacho, que acudió a toda prisa.
Toma. Y veinte de propina. ¡Mire, mire cuánto dinero! continuó, mostrando a
Zamiotof su temblorosa mano, llena de billetes . Billetes rojos y azules,
veinticinco rublos en billetes. ¿De dónde los he sacado? Y estas ropas nuevas,
¿cómo han llegado a mi poder? Usted sabe muy bien que yo no tenía un
kopek. Lo sabe porque ha interrogado a la patrona. De esto no me cabe duda.
¿Verdad que la ha interrogado...? En fin, basta de charla... ¡Hasta más ver...!
¡Encantado!
Y salió del establecimiento, presa de una sensación nerviosa y extraña, en la
que había cierto placer desesperado. Por otra parte, estaba profundamente
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