juramentos; y él se sentía dominado por el deseo de insultarlos, de hacerles
hablar, de mofarse de ellos, de echarse a reír, con risa estrepitosa a grandes
carcajadas...
O está usted loco, o... dijo Zamiotof.
Se detuvo ante la idea que de súbito le había asaltado.
¿O qué...? Acabe, dígalo.
No replicó Zamiotof . ¡Es tan absurdo...!
Los dos guardaron silencio. Raskolnikof, tras su repentino arrebato de
hilaridad, quedó triste y pensativo. Se acodó en la mesa y apoyó la cabeza en
las manos. Parecía haberse olvidado de la presencia de Zamiotof. Hubo un
largo silencio.
¿Por qué no se toma el té? dijo Zamiotof . Se va a enfriar
¿Qué...? ¿El té...? ¡Ah, sí!
Raskolnikof tomó un sorbo, se echó a la boca un trozo de pan, fijó la mirada en
Zamiotof y pareció ahuyentar sus preocupaciones. Su semblante recobró la
expresión burlona que tenía hacía un momento. Después, Raskolnikof siguió
tomándose el té.
Actualmente, los crímenes se multiplican dijo Zamiotof . Hace poco leí en las
Noticias de Moscú que habían detenido en esta ciudad a una banda de
monederos falsos. Era una detestable organización que se dedicaba a fabricar
billetes de Banco.
Ese asunto ya es viejo repuso con toda calma Raskolnikof . Hace ya más de
un mes que lo leí en la prensa. Así, ¿usted cree que esos falsificadores son
unos bandidos?
A la fuerza han de serlo.
¡Bah! Son criaturas, chiquillos inconscientes, no verdaderos bandidos. Se
reúnen cincuenta para un negocio. Esto es un disparate. Aunque no fueran
más que tres, cada uno de ellos habría de tener más confianza en los otros que
en si mismo, pues bastaría que cualquiera de ellos diera suelta a la lengua en
un momento de embriaguez, para que todo se fuera abajo. ¡Chiquillos
inconscientes, no lo dude! Envían a cualquiera a cambiar los billetes en los
bancos. ¡Confiar una operación de esta importancia al primero que llega!
Además, admitamos que esos muchachos hayan tenido suerte y que hayan
logrado ganar un millón cada uno. ¿Y después? ¡Toda la vida dependiendo
unos de otros! ¡Es preferible ahorcarse! Esa banda ni siquiera supo poner en
circulación los billetes. Uno va a cambiar billetes grandes en un banco. Le
entregan cinco mil rublos y él los recibe con manos temblorosas. Cuenta cuatro
mil, y el quinto millar se lo echa al bolsillo tal como se lo han dado, a toda prisa,
pensando solamente en huir cuanto antes. Así da lugar a que sospechen de él.
Y todo el negocio se va abajo por culpa de ese imbécil. ¡Es increíble!
¿Increíble que sus manos temblaran? Pues yo lo comprendo perfectamente;
me parece muy natural. Uno no es siempre dueño de sí mismo. Hay cosas que
están por encima de las fuerzas humanas.
Pero ¡temblar sólo por eso!
¿De modo que usted se cree capaz de hacer frente con serenidad a una
situación así? Pues yo no lo seria. ¡Por ganarse cien rublos ir a cambiar billetes
falsos! ¿Y adónde? A un banco, cuyo personal es gente experta en el
descubrimiento de toda clase de ardides. No, yo habría perdido la cabeza.
¿Usted no?
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