Viaje.
Despertamos en un gran espacio negro, desnudos
y seminconscientes. Repletos de una cubierta
negra. Uno a uno recobramos el aliento, fui de las
primeras, de las últimas no sé, pero al final ya
todos estábamos en pie. No hablábamos el mismo
lenguaje: nos comunicábamos en el brillo de los
ojos, con el palpar de nuestras pieles, con esa cobertura viscosa que se nos había impregnado. Empezamos pataleando en minúsculos movimientos,
ahí comprendimos (en silencio) que no sentíamos
hambre; teníamos sueño; sufríamos dolor ni advertíamos dicha alguna. Calculo que permanecimos
ahí por unos tres mil años y con el paso de este
tiempo indolente los sentidos empezaron a apagarse: la locura menguaba; el tacto desfallecía; no
había ya ningún aroma; tampoco recordaba el
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