30 María A. Cisneros Zerpa
vantó aterrada despertando a todos; era mi tía abuela Felicia.
Mi tía había vivido varios años con nosotros en casa y, cuando
murió, supongo que su espíritu no quiso irse tan pronto de
este mundo; es por eso que durante algunos años más la sentimos
caminar desde su habitación hasta nuestras habitaciones,
cruzando todo el piso. En la cocina sentíamos cómo se abría el
horno, en la sala se escuchaba rodar su silla; sus rutinas siguieron
sintiéndose en nuestra casa durante mucho tiempo.
Una tarde me fue a visitar una vecina, amiga de la infancia,
y le dije que me esperase un momento mientras me duchaba;
creo que no estuvo más de cinco minutos y se fue corriendo
mientras gritaba, diciendo que sentía a alguien caminando por
la casa –estábamos solas– y que fuera a su casa, pues ella no
volvería más a la mía. Cuando salí de la ducha, simplemente
ya no estaba.
Mi hermano, siendo muy joven, se casó con una chica que
estuvo viviendo con nosotros un tiempo. Ellos discutían mucho
y, en ocasiones, sentían a mi tía venir hacia la puerta de
la habitación de mi hermano, que estaba cerrada, y se paraba
delante de su habitación. Normalmente era un motivo para
dejar de discutir.
En casa nos acostumbramos a sentir a mi tía Felicia; en realidad
no nos asustaba, hasta que un día dejamos de sentirla.
En la casa de mi tío el Morocho, gemelo de mi padre, acostumbrábamos
a pasar temporadas y también sucedían manifestaciones
multidimensionales pero más perturbadoras. A
cualquiera que entrara en esa casa se le perdía algo; podía ser
un zapato, un bolso, un pendiente, la tapa de una pintura de
labios, todo. Nadie se atrevía a dormir en la habitación de al
lado de la sala, cerca de un aseo; se sentían ruidos como si
alguien revisara cajones. De noche, todos usábamos el baño
principal y evitábamos ir hasta aquella habitación o aseo. Mis