Como agua para chocolate
Laura Esquivel
busca de noticias sobre Pedro y su familia. Temían que algo malo les hubiera pasado, ante
su falta de comunicación desde su partida.
Rosalío llegó a galope a informar que una tropa se acercaba al rancho. Inmediatamente
Mamá Elena tomó su escopeta y mientras la limpiaba pensó en esconder de la voracidad y el
deseo de estos hombres los objetos más valiosos que poseía. Las referencias que le habían
dado de los revolucionarios no eran nada buenas, claro que tampoco eran nada confiables
pues provenían del padre Ignacio y del Presidente Municipal de Piedras Negras. Por ellos
tenía conocimiento de cómo entraban a las casas, cómo arrasaban con todo y cómo violaban
a las muchachas que encontraban en su camino. Así pues, ordenó a Tita, Chencha y el
cochino que permanecieran escondidos en el sótano.
Cuando los revolucionarios llegaron, encontraron a Mamá Elena en la entrada de la casa.
Bajo las enaguas escondía su escopeta; a su lado estaban Rosalío y Guadalupe. Su mirada se
encontró con la del capitán que venía al mando y éste supo inmediatamente, por la dureza de
esa mirada, que estaban ante una mujer de cuidado.
-Buenas tardes, señora, ¿es usted la dueña de este rancho?
-Así es. ¿Qué es lo que quieren?
-Venimos a pedirle, por las buenas, su cooperación para la causa.
-Y yo, por las buenas, les digo que se lleven lo que quieran de las provisiones que
encuentren en el granero y los corrales. Pero eso sí, las que tengo dentro de mi casa no las
tocan, ¿entendido? Ésas son para mi causa particular.
El capitán, bromeando, se le cuadró y le respondió:
-Entendido, mi general.
A todos los soldados les cayó en gracia el chiste, y lo festejaron, pero el capitán se dio
cuenta de que con Mamá Elena no valían las chanzas, ella hablaba en serio, muy en serio.
Tratando de no amedrentarse por la dominante y severa mirada que recibía de ella, ordenó
que revisaran el rancho. Lo que encontraron no fue gran cosa, un poco de maíz para
desgranar y ocho gallinas. Uno de los sargentos, muy molesto, se acercó al capitán y le dijo:
-Esta vieja ha de tener todo escondido dentro de la casa, ¡déjeme entrar a supervisar!
Mamá Elena, poniendo el dedo en el gatillo, respondió:
-¡Yo no estoy bromeando y ya dije que a mi casa no entra nadie!
El sargento, riéndose y columpiando unas gallinas que llevaba en la mano, trató de
caminar hacia la entrada. Mamá Elena levantó la escopeta, se recargó en la pared para no
caer al piso por el impulso que iba a recibir, y le disparó a las gallinas. Por todos lados se
esparcieron pedazos de carne y olor a plumas quemadas.
Rosalío y Guadalupe sacaron sus pistolas temblando y plenamente convencidos de que ése
era su último día en la tierra. El soldado que estaba junto al capitán intentó dispararle a
Mamá Elena, pero el capitán con un gesto se lo impidió. Todos esperaban una orden suya
para atacar.
-Tengo muy buen tino y muy mal carácter, capitán. El próximo tiro es para usted y le
aseguro que puedo dispararle antes de que me maten, así es que mejor nos vamos
respetando, porque si nos morimos, yo no le voy a hacer falta a nadie, pero de seguro la
nación sí sentiría mucho su pérdida, ¿o no es así?
Realmente era difícil sostener la mirada de Mamá Elena, hasta para un capitán. Tenía algo
que atemorizaba. El efecto que provocaba en quienes la recibían era de un temor
indescriptible: se sentían enjuiciados y sentenciados por faltas cometidas. Caía uno preso de
un miedo pueril a la autoridad materna.
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