Como agua para chocolate
Laura Esquivel
Tita, por su parte, intentó gritarle a Pedro que la esperara, que se la llevara lejos, a donde
los dejaran amarse, a donde aún no hubieran inventado reglas que seguir y respetar, a
donde no estuviera su madre, pero su garganta no emitió ningún sonido. Las palabras se le
hicieron nudo y se ahogaron unas a otras antes de salir.
¡Se sentía tan sola y abandonada! Un chile en nogada olvidado en una charola después de
un gran banquete no se sentirla peor que ella. Cuántas veces sola en la cocina se habla
tenido que comer una de estas delicias antes de permitir que se echara a perder. El que
nadie se coma el último chile de una charola, generalmente sucede cuando la gente no quiere
demostrar su gula y aunque les encantaría devorarlo, nadie se atreve. Y es así como se
rechaza un chile relleno que contiene todos los sabores imaginables, lo dulce del acitrón, lo
picoso del chile, lo sutil de la nogada, lo refrescante de la granada, ¡un maravilloso chile en
nogada! ¡Qué delicia! Que contiene en su interior todos los secretos del amor, pero que nadie
podrá desentrañar a causa de la decencia.
¡Maldita decencia! ¡Maldito manual de Carreño! Por su culpa su cuerpo quedaba destinado
a marchitarse poco a poco, sin remedio alguno. ¡Y maldito Pedro tan decente, tan correcto,
tan varonil, tan... tan amado!
Si Tita hubiera sabido entonces que no tendrían que pasar muchos años para que su
cuerpo conociera el amor no se habría desesperado tanto en ese momento.
El segundo grito de Mamá Elena la sacó de sus cavilaciones y la hizo buscar rápidamente
una respuesta. No sabia qué era lo que le iba a decir a su mamá, si primero le decía que
estaba ardiendo la parte trasera del patio, o que Gertrudis se había ido con un villista a lomo
de caballo... y desnuda.
Se decidió por dar una versión en la cual, los federales, a los que Tita aborrecía, habían
entrado en tropel, habían prendido fuego a los baños y habían raptado a Gertrudis. Mamá
Elena se creyó toda la historia y enfermó de la pena, pero estuvo a punto de morir cuando se
enteró una semana después por boca del padre Ignacio, el párroco del pueblo -que quién
sabe cómo se enteró-, que Gertrudis estaba trabajando en un burdel en la frontera. Prohibió
volver a mencionar el nombre de su hija y mandó quemar sus fotos y su acta de nacimiento.
Sin embargo, ni el fuego ni el paso de los años han podido borrar el penetrante olor a
rosas que despide el lugar donde antes estuvo la regadera y que ahora es el estacionamiento
de un edificio de departamentos. Tampoco pudieron borrar de la mente de Pedro y Tita las
imágenes que observaron y que los marcaron para siempre. Desde ese día las codornices en
pétalos de rosas se convirtieron en un mudo recuerdo de esta experiencia fascinante.
Tita lo preparaba cada año como ofrenda a la libertad que su hermana había alcanzado y
ponía especial esmero en el decorado de las codornices.
Éstas se ponen en un platón, se les vacía la salsa encima y se decoran con una rosa
completa en el centro y pétalos a los lados, o se pueden servir de una vez en un plato
individual en lugar de utilizar el platón. Tita así lo prefería, pues de esta manera no corría el
riesgo de que a la hora de servir la codorniz se perdiera el equilibrio del decorado.
Precisamente así lo especificó en el libro de cocina que empezó a escribir esa misma noche,
después de tejer un buen tramo de su colcha, como diariamente lo hacía. Mientras la tejía,
en su cabeza daban vueltas y vueltas las imágenes de Gertrudis corriendo por el campo junto
con otras que ella imaginaba sobre lo que habría pasado más tarde, cuando se le perdió de
vista su hermana. Claro que su imaginación era en este aspecto bastante limitada, por su
falta de experiencia.
Tenia curiosidad de saber si ya tendría algo de ropa encima, o si seguiría así de...
¡desabrigada! Le preocupaba que pudiera sentir frío, al igual que ella, pero llegó a la
conclusión de que no. Lo más probable era que estaría cerca del fuego, en los brazos de su
hombre y eso definitivamente debería dar calor.
25