Como agua para chocolate
Laura Esquivel
podía dejar de hacerlo. Cubrió con el turrón lo mejor que pudo el pastel y se fue a su cuarto,
con un fuerte dolor de pecho. Lloró toda la noche y a la mañana siguiente no tuvo ánimos
para asistir a la boda.
Tita hubiera dado cualquier cosa por estar en el lugar de Nacha, pues ella no sólo tenía
que estar presente en la iglesia, se sintiera como se sintiera, sino que tenía que estar muy
pendiente de que su rostro no revelara la menor emoción. Creía poder lograrlo, siempre y
cuando su mirada no se cruzara con la de Pedro. Ese incidente podría destrozar toda la paz y
tranquilidad que aparentaba.
Sabía que ella, más que su hermana Rosaura, era el centro de atención. Los invitados,
más que cumplir con un acto social, querían regodearse con la idea de su sufrimiento, pero
no los complacería, no. Podía sentir claramente cómo penetraban por sus espaldas los
cuchicheos de los presentes a su paso.
-¿Ya viste a Tita? ¡Pobrecita, su hermana se va a casar con su novio! Yo los vi un día en la
plaza del pueblo, tomados de la mano. ¡Tan felices que se veían!
-¿No me digas? ¡Pues Paquita dice que ella vio cómo un día, en plena misa, Pedro le pasó a
Tita una carta de amor, perfumada y todo!
-¡Dicen que van a vivir en la misma casa! ¡Yo que Elena no lo permitía!
-No creo que lo haga. ¡Ya ves cómo son los chismes!
No le gustaban nada esos comentarios. El papel de perdedora no se había escrito para
ella. ¡Tenía que tomar una clara actitud de triunfo! Como una gran actriz representó su papel
dignamente, tratando de que su mente estuviera ocupada no en la marcha nupcial ni en las
palabras del sacerdote ni en el lazo y los anillos.
Se transportó al día en que a los nueve años se había ido de pinta con los niños del
pueblo. Tenía prohibido jugar con varones, pero ya estaba harta de los juegos con sus
hermanas. Se fueron a la orilla del río grande para ver quién era capaz de cruzarlo a nado, en
el menor tiempo. Qué placer sintió ese día al ser ella la ganadora.
Otro de sus grandes triunfos ocurrió un tranquilo día de domingo en el pueblo. Ella tenia
catorce años y paseaba en carretela acompañada de sus hermanas, cuando unos niños
lanzaron un cohete. Los caballos salieron corriendo espantadísimos. En las afueras del
pueblo se desbocaron y el cochero perdió el control del vehículo.
Tita lo hizo a un lado de un empujón y ella sola pudo dominar a los cuatro caballos.
Cuando algunos hombres del pueblo a galope las alcanzaron para ayudarlas, se admiraron
de la hazaña de Tita.
En el pueblo la recibieron como a una heroína.
Estas y otras muchas remembranzas parecidas la tuvieron ocupada durante la ceremonia,
haciéndola lucir una apacible sonrisa de gata complacida, hasta que a la hora de los abrazos
tuvo que felicitar a su hermana. Pedro, que estaba junto a ella, le dijo a Tira:
-¿Y a mí no me va a felicitar?
-Sí, cómo no. Que sea muy feliz.
Pedro, abrazándola más cerca de lo que las normas sociales permiten, aprovechó la única
oportunidad que tenía de poder decirle a Tita algo al oído.
-Estoy seguro de que así será, pues logré con esta boda lo que tanto anhelaba: estar cerca
de usted, la mujer que verdaderamente amo...
Las palabras que Pedro acababa de pronunciar fueron para Tita como refrescante brisa
que enciende los restos de carbón a punto de apagarse. Su cara por tantos meses forzada a
no mostrar sus sentimientos experimentó un cambio incontrolable, su rostro reflejó gran
alivio y felicidad. Era como si toda esa casi extinguida ebullición interior se viera reavi vada de
pronto por el fogoso aliento de Pedro sobre su cuello, sus ardientes manos sobre su espalda,
su impetuoso pecho sobre sus senos... Pudo haberse quedado para siempre así, de no ser
17