guir medicamentos alternativos. Las autoridades
continúan persiguiéndolo y decomisando medicamentos. Entabla un juicio contra el Estado. Pierde
el juicio. Su socio travesti —a esta altura un
amigo— muere. Quiere vivir. Tal vez, también,
quiere que otros vivan. Antes de los créditos unas
letras blancas sobre la pantalla negra nos develan
que Woodroof vivió algo asi como nueve años, o
siete, en todo caso un poco más que un mes. Y si el
film comienza y termina en el mismo lugar esto es
porque Woodroof nunca abandonó su mundo.
Es un film crudo Dallas Buyers Club, pero no tiene
golpes bajos ni (casi) lugares comunes; si el
deterioro físico de Woodroof es evidente y si su
socio-amigo travesti muere y si las cosas se
complican para conseguir fármacos por fuera de la
industria y si el Estado le niega que pueda disponer
de sus propias medicinas para su supervivencia,
esto es porque no hay, no existía en ese momento,
una cura para mantener a raya el virus y una
legislación apropiada para tratar los casos individuales. Es también un film honesto, porque no
intenta convercernos de nada, ni juega con las
empatías, conmiserativas o no, ni juzga, ni se pone
del lado de los débiles o desamparados o los que
van a morir. Su director, Jean-Marc Vallée, no
pertenece a la elite de los directores talentosos ni a
la exclusiva cofradía de los directores cool y
tampoco es un buen artesano de la Industria; tomó
la historia y con un registro más o menos prolijo,
más o menos desmañado, logró un film profundo y
conmovedor por fuera de la búsqueda de la belleza
y del esteticismo. Hay algo de inocente en su
propuesta, algo del tipo “es todo lo que puedo
hacer y lo he hecho de la mejor manera posible”;
yo le creo, el film lo demuestra. Si exceptuamos a
Jared Leto (Rayon, el amigo travesti de Woodroof)
en un papel extraordinario aunque un tanto cercano a la sobreactuación de un personaje absolutamente a la deriva, lo que logra trasmitir Matthew
McConaughey con su personaje es sencillamente
fabuloso: no actúa de Ron Woodroof, lo es. Trabaja con el cuerpo, con los gestos, con la mirada, no
abandona nunca ese tono vivencial de texano rudo
y racista, bastante necio, bastante simplón, pero
cambia imperceptiblemente, aprende a convivir
con su enfermedad y con los otros, su evolución es
la evolución del film. Y si en la primera escena lo
vemos cogiendo de pie, casi vestido, con cualquiera de las mujeres que pasan por su vida, oculto en
uno de los establos de la arena del rodeo, con un
polvo blanco en su nariz y una mirada extraviada,
mientras observa un jinete sobre un toro. Y si en la
última escena lo vemos prepararse para salir a la
arena del rodeo, sobre un toro, sin ninguna montura o protección, y la puerta se abre, y el toro
comienza a corcovear y la imagen se congela con
Woodroof batallando casi en el aire. Y si esto
semeja un homenaje a la vida o al simple y categórico hecho de la rabia de vivir. Y si esto, por decir
lo menos, emociona, ¿por qué no abandonarse a
este recorrido finalista? El cowboy citadino Ron
Woodroof sólo deseaba tener hijos, salir a bailar
con su novia y montar un toro; sólo pudo lograr
esto último, nadie se lamenta por esto. ██
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