Número 8, Año 3
Me apoyo pesada y voy escalando el pasillo del colectivo
hasta encontrar el asiento. Se vuelcan mis pies, rodillas y
muslos sobre un frio plástico arrugado y amarillento. Abro
la ventana y apenas puedo acerco a mi nariz un poco del
viento sucio de Buenos Aires. Los otros asientos van con-
tando; dedos, labios, lenguas, ojos, vientres, se mueven y
bailan y gritan y marcan.
Estoy quieta. Soy espectadora. Escucho de lejos. Estoy
envuelta para adentro, pensando en el chubasco que des-
cubre la primavera; en el poema que leí ayer, en la muerte,
en mi padre. Ya no tengo voz ni palabras.
Estuve esperando toda la tarde para cerrar los ojos sin
pensar; sin pensarte, sin pensar en tu cumpleaños, en un
regalo, esas pavadas. Estuve toda la tarde cultivando entre
versos un poema que hablaba de vos. Pero no lo pude ter-
minar. Una molestia recurrente florecía entre mis pechos.
Una flecha punzante, latente, que multiplicaba tu nombre
una y otra vez y no podía dejar de escucharla porque esta-
ba ahí clavada, profunda.
eguntas? Poesía... es el chubasco