de estar que a esa hora está vacía ve el si-
llón donde se ha sentado durante seis años,
ubicado bajo la ventana frente al televisor.
Aunque para algunos ese aparato es la úni-
ca compañía, él lo ha aborrecido siempre
porque el ruido permanente lo atonta. Está
seguro de que permanecer sentado todo el
día frente al televisor es lo que atrofia la men-
te, lo que apura el olvido de las palabras y de
los recuerdos. Pero no tiene opción, porque
su vista se ha deteriorado y ya casi no puede
leer. Antes, cuando escribía poemas, las pala-
bras llegaban sin llamarlas. Hoy escarba en su
mente, sabe que están allí pero se escabullen.
Igual como se le escabulle a veces el nombre
de su hijo o la cara de Eugenia. Probablemen-
te eso le ocurre porque no tiene con quién
hablar, salvo cuando reciben las visitas de los
niños de un colegio. Quizás todo sería distin-
to si su hijo y sus nietos los visitaran más pero
sólo lo van a ver para las fiestas, y lo sacan
para la Navidad.
- A comprar. Usted sabe, me gusta la coca
cola.
- Tráigame unos cigarrillos, ¿ya? Aquí tiene
dos mil.
El duda si aceptar el billete, pero si no lo hace,
ella puede pensar que tiene mala voluntad. Y
si lo acepta ¿cómo se lo devuelve después?
Ya se le ocurrirá algo. Mete el billete en el bol-
sillo. La va a extrañar ¡es tan joven y bonita!
Muchas veces ha inventado que se siente mal
para estar con ella un rato en la enfermería.
- Adiós Osorio, acuérdese, hasta la avenida
Bernardo Ohiggins, no más allá.
Osorio camina las dos cuadras que le son
familiares. Llega hasta la avenida que es el
límite que lo separa de lo desconocido y se
detiene en el semáforo. Piensa en la sorpresa
que le va a dar a Eugenia cuando lo vea. Espe-
ra la luz verde que lo llevará hacia la libertad.
Cuando cambia la luz se aventura a cruzar las
cuatro vías de la calle. Al otro lado se encuen-
tra con unos edificios altos, modernos que
nunca había visto. Camina mirando hacia
arriba el único rascacielos que convive con
edificios añosos. Llega a una intersección y
la cruza sin esperar la luz verde. El bocinazo
de un bus lo asusta. Osorio mira al chofer
que gira el dedo índice en la sien. Avanza a
la otra vereda, se detiene, abre las piernas y
se apoya en el bastón. La gente lo empuja y
hace un esfuerzo para mantener el equilibrio.
Da unos pasos y no reconoce nada. ¿Dónde
está la cordillera? ¿Es smog o niebla lo que la
oculta ¿A dónde iba? Mete la mano en el bol-
sillo y encuentra el billete. Sonríe. Su mente
se aclara. Se le aparece la cara redonda y los
grandes ojos negros de la señorita enfermera.
Sí, había salido a comprarle cigarrillos.
Se irá antes de almuerzo. Aunque ha apren-
dido a sazonar con su mente los desabridos
platos que preparan para los hipertensos y
sabe como agregarle a cada cucharada de
porotos un chorizo picante, ahora al fin vol-
verá a probar los platos de Eugenia. Irá donde
su hijo que vive cerca para que lo lleve a su
casa y le dará una sorpresa a Eugenia. Si no
fuera por ese tonto accidente, a él no lo ha-
brían sacado de la casa y todavía estaría junto
a ella sentado bajo el parrón.
Camina hasta la salida. De la oficina de la di-
rectora ubicada al lado de la puerta, ve a la
enfermera que sale caminando rápido y lo
ataja. A Osorio se le acelera el corazón. ¿Ha-
brán descubierto que se va?
- Osorio ¿Y para dónde va tan perfumado?
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