Chubasco en Primavera Nº 11 | Page 35

de casa que, por la hora, estaba inundado de sol. Me detenía un momento junto al mueble de madera. Siempre esperaba un segundo o dos a ver si el reloj de cuco empezaba a so- nar, pero estaba roto. Mi padre iba a llevarlo a reparar el primer día que saliese temprano del trabajo. pidiendo que me peinase toda la vida, hasta que terminé la universidad y me marché de casa. Al salir de la ducha me hacía unas ondas estilo charleston, apretándome los mecho- nes con los dedos. Cuando habían quedado fijadas, la trenza. Un día me acerqué a ella con el peine: me desenredó pero ya no supo hacérmela. Desde ahí podía escuchar el rumor de la tele- visión animando el ascenso de Perico Delga- do al Tourmalet. Adivinaba su silueta a través del cristal translúcido de la puerta. Mi abuela estaba en el sofá con las agujas entre los de- dos. Hacía punto mientras veía el tour espe- rando a que nos despertásemos. En cuanto acababa la etapa me preguntaba si quería merendar. “¿Pan toast?”, decía, y se marchaba a la cocina. Volvía con un vaso de leche y una tostada con mermelada encima, y entonces el olor del pan caliente se mezclaba con el de las violetas que llevaba en el bolsillo del delantal. Sentí que se me cerraba la garganta. Sacudí la cabeza y abrí los ojos. Vi que mis hermanas habían llegado. No las había oído entrar. No lo dijeron en voz alta pero el olor de las viole- tas había impregnado ya toda la habitación. Tenían los ojos húmedos. Mi hermana pe- queña se sentó delante del tocador, en la silla forrada de paño marrón oscuro. La vi acariciar con una mano la figura de porcelana que ha- bía junto al espejo. Se la habíamos regalado las tres por su ochenta y cinco cumpleaños. Representaba a una mujer con el pelo suelto y la piel morena. No era una de esas porce- lanas blancas y brillantes tan feas. La mujer parecía en movimiento e iba descalza, como caminaba mi abuela por los sembrados cuan- do era niña. Merendábamos en el salón. Ella solamente un café de grano tostado que había remo- vido en la cazuela. Los sofás del salón eran de cuero, de color verde musgo. Mullidos y grandes. Entre ellos había una mesa de cen- tro con el borde puntiagudo y brillante. Una vez mi hermana mayor tropezó y se hizo una brecha en mitad de la frente con ese borde. Estábamos jugando a escapar de mi abuela, que venía detrás de nosotras para darnos con una bayeta en el culo. Tuvieron que coserla en el hospital. Cinco puntos de sutura, pero no lloró nada. Después de aquello mis padres cambiaron la mesa por una de cristal con el contorno cubierto de madera limada. Mi madre se sentó sobre la cama con cuidado de no derrumbar los montones. Yo me puse de pie, aún con la caja en las manos. Me acer- qué a mis hermanas. Saqué dos violetas y se las di, una a cada una. Hice lo mismo con mi madre y, después, me guardé la mía en el bol- sillo trasero del pantalón. Cerré la caja con el mismo cuidado con el que la había abierto hacía un rato. Antes de guardarla de nuevo entre los pañuelos y los broches que estábamos a punto de clasificar, me aseguré de que aún quedase una violeta dentro. Por si fuese posible el milagro de que mi abuela volviera a buscarla. Después de merendar me sentaba sobre la alfombra, junto a las piernas de mi abuela. Ella me desenredaba el pelo y luego me hacía una trenza que caía por la espalda. Le estuve 35