de casa que, por la hora, estaba inundado de
sol. Me detenía un momento junto al mueble
de madera. Siempre esperaba un segundo o
dos a ver si el reloj de cuco empezaba a so-
nar, pero estaba roto. Mi padre iba a llevarlo
a reparar el primer día que saliese temprano
del trabajo.
pidiendo que me peinase toda la vida, hasta
que terminé la universidad y me marché de
casa. Al salir de la ducha me hacía unas ondas
estilo charleston, apretándome los mecho-
nes con los dedos. Cuando habían quedado
fijadas, la trenza. Un día me acerqué a ella
con el peine: me desenredó pero ya no supo
hacérmela.
Desde ahí podía escuchar el rumor de la tele-
visión animando el ascenso de Perico Delga-
do al Tourmalet. Adivinaba su silueta a través
del cristal translúcido de la puerta. Mi abuela
estaba en el sofá con las agujas entre los de-
dos. Hacía punto mientras veía el tour espe-
rando a que nos despertásemos. En cuanto
acababa la etapa me preguntaba si quería
merendar. “¿Pan toast?”, decía, y se marchaba
a la cocina. Volvía con un vaso de leche y una
tostada con mermelada encima, y entonces
el olor del pan caliente se mezclaba con el
de las violetas que llevaba en el bolsillo del
delantal.
Sentí que se me cerraba la garganta. Sacudí
la cabeza y abrí los ojos. Vi que mis hermanas
habían llegado. No las había oído entrar. No
lo dijeron en voz alta pero el olor de las viole-
tas había impregnado ya toda la habitación.
Tenían los ojos húmedos. Mi hermana pe-
queña se sentó delante del tocador, en la silla
forrada de paño marrón oscuro. La vi acariciar
con una mano la figura de porcelana que ha-
bía junto al espejo. Se la habíamos regalado
las tres por su ochenta y cinco cumpleaños.
Representaba a una mujer con el pelo suelto
y la piel morena. No era una de esas porce-
lanas blancas y brillantes tan feas. La mujer
parecía en movimiento e iba descalza, como
caminaba mi abuela por los sembrados cuan-
do era niña.
Merendábamos en el salón. Ella solamente
un café de grano tostado que había remo-
vido en la cazuela. Los sofás del salón eran
de cuero, de color verde musgo. Mullidos y
grandes. Entre ellos había una mesa de cen-
tro con el borde puntiagudo y brillante. Una
vez mi hermana mayor tropezó y se hizo una
brecha en mitad de la frente con ese borde.
Estábamos jugando a escapar de mi abuela,
que venía detrás de nosotras para darnos con
una bayeta en el culo. Tuvieron que coserla
en el hospital. Cinco puntos de sutura, pero
no lloró nada. Después de aquello mis padres
cambiaron la mesa por una de cristal con el
contorno cubierto de madera limada.
Mi madre se sentó sobre la cama con cuidado
de no derrumbar los montones. Yo me puse
de pie, aún con la caja en las manos. Me acer-
qué a mis hermanas. Saqué dos violetas y se
las di, una a cada una. Hice lo mismo con mi
madre y, después, me guardé la mía en el bol-
sillo trasero del pantalón.
Cerré la caja con el mismo cuidado con el
que la había abierto hacía un rato. Antes de
guardarla de nuevo entre los pañuelos y los
broches que estábamos a punto de clasificar,
me aseguré de que aún quedase una violeta
dentro. Por si fuese posible el milagro de que
mi abuela volviera a buscarla.
Después de merendar me sentaba sobre la
alfombra, junto a las piernas de mi abuela.
Ella me desenredaba el pelo y luego me hacía
una trenza que caía por la espalda. Le estuve
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