VIOLETAS
autora: Elena Monedero
Dentro del armario encontramos su caja de
caramelos de violeta. Estaba en el primer ca-
jón, donde guardaba los pañuelos, los guan-
tes de piel y los broches buenos. Llevábamos
casi dos horas allí. Habíamos vaciado el altillo,
las baldas superiores e íbamos a empezar ya
con los cajones. Sobre la cama habíamos he-
cho crecer tres montones. Uno para las cosas
que queríamos guardar como recuerdo; otro
para la ropa sin usar que no significaba mu-
cho para nosotras; y el último para acumular
el resto de cosas que, cuando alguien se atre-
viese a cogerlo, terminarían en la basura.
las veces que se había abierto para que nos
diese una violeta si merendábamos bien. Pe-
saba muy poco. Creo que contuve el aliento
mientras giré con cuidado la rosca de la tapa,
muy despacio, como si estuviese llevando
a cabo un acto sagrado. Dentro había cinco
violetas, todas con el filo de los pétalos roto,
y pedazos minúsculos de caramelo alrededor.
Era una polvareda de flores.
Apoyé la espalda a los pies de la cama en la
que mi abuela durmió hasta el último día. Las
formas onduladas esculpidas en la madera se
me clavaron entre los omóplatos. Ese dolor,
de alguna forma, me hizo sentir reconfortada
después de casi una semana esforzándome
por sonreír y dando las gracias. La estructura
de caoba era de 1940. El colchón, sin embar-
go, era moderno, elástico y firme. Había algo
desconcertante en esa mezcla, pero repre-
sentaba muy bien la travesía de mi abuela
a lo largo de dos siglos. Nació a comienzos
de los años veinte y en el 2014 me preguntó
cómo funcionaban los gps.
Nada más abrir el cajón percibí con claridad
el olor a violeta. Me quedé inmóvil. Miré a mi
madre y, por su gesto, supe que también lo
había notado. Mis hermanas estaban de ca-
mino. Rebusqué dentro del cajón, entre los
prendedores y la seda, hasta tocar el borde
redondeado de la caja. La saqué y me senté
con ella en las manos. Había bajado un poco
la persiana para que no nos molestase el sol
de media tarde así que cuando me crucé de
piernas en el suelo, se me llenó el cuerpo de
haces discontinuos de luz.
Cerré los ojos y me acerqué la cajita al rostro.
Aspiré profundamente. Los recuerdos em-
pezaron a brotar sin esfuerzo a través de ese
olor. Me pareció sentir que tenía siete años de
nuevo y acababa de despertarme de la siesta.
Que salía de mi habitación y la buscaba en el
salón. Antes de llegar atravesaba el vestíbulo
Era una caja pequeña, de plástico transpa-
rente. La superficie estaba rozada por todas
partes de llevarla en el bolso y moverla de
unas habitaciones a otras. Pasé la yema de
los dedos por un arañazo acordándome de
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