Chubasco en Primavera Nº 11 | Page 34

VIOLETAS autora: Elena Monedero Dentro del armario encontramos su caja de caramelos de violeta. Estaba en el primer ca- jón, donde guardaba los pañuelos, los guan- tes de piel y los broches buenos. Llevábamos casi dos horas allí. Habíamos vaciado el altillo, las baldas superiores e íbamos a empezar ya con los cajones. Sobre la cama habíamos he- cho crecer tres montones. Uno para las cosas que queríamos guardar como recuerdo; otro para la ropa sin usar que no significaba mu- cho para nosotras; y el último para acumular el resto de cosas que, cuando alguien se atre- viese a cogerlo, terminarían en la basura. las veces que se había abierto para que nos diese una violeta si merendábamos bien. Pe- saba muy poco. Creo que contuve el aliento mientras giré con cuidado la rosca de la tapa, muy despacio, como si estuviese llevando a cabo un acto sagrado. Dentro había cinco violetas, todas con el filo de los pétalos roto, y pedazos minúsculos de caramelo alrededor. Era una polvareda de flores. Apoyé la espalda a los pies de la cama en la que mi abuela durmió hasta el último día. Las formas onduladas esculpidas en la madera se me clavaron entre los omóplatos. Ese dolor, de alguna forma, me hizo sentir reconfortada después de casi una semana esforzándome por sonreír y dando las gracias. La estructura de caoba era de 1940. El colchón, sin embar- go, era moderno, elástico y firme. Había algo desconcertante en esa mezcla, pero repre- sentaba muy bien la travesía de mi abuela a lo largo de dos siglos. Nació a comienzos de los años veinte y en el 2014 me preguntó cómo funcionaban los gps. Nada más abrir el cajón percibí con claridad el olor a violeta. Me quedé inmóvil. Miré a mi madre y, por su gesto, supe que también lo había notado. Mis hermanas estaban de ca- mino. Rebusqué dentro del cajón, entre los prendedores y la seda, hasta tocar el borde redondeado de la caja. La saqué y me senté con ella en las manos. Había bajado un poco la persiana para que no nos molestase el sol de media tarde así que cuando me crucé de piernas en el suelo, se me llenó el cuerpo de haces discontinuos de luz. Cerré los ojos y me acerqué la cajita al rostro. Aspiré profundamente. Los recuerdos em- pezaron a brotar sin esfuerzo a través de ese olor. Me pareció sentir que tenía siete años de nuevo y acababa de despertarme de la siesta. Que salía de mi habitación y la buscaba en el salón. Antes de llegar atravesaba el vestíbulo Era una caja pequeña, de plástico transpa- rente. La superficie estaba rozada por todas partes de llevarla en el bolso y moverla de unas habitaciones a otras. Pasé la yema de los dedos por un arañazo acordándome de 34