mente con recuerdos lúcidos y claros. Sus padres comenzaron a tener dispu-
tas que ella no lograba entender. Con ya diez años, ambos decidieron que la
separación era necesaria y le hicieron decidir con quién iba a vivir. Una solita-
ria y angustiante cuerda sonó por todo el desierto con un tono tan grave que
amenazaba con opacar el sonido de las demás. Esta cuerda seguiría vibrando
como una memoria clara hasta el día de su muerte. Se decidió por su madre,
prometiendo a su padre los fines de semana.
El hundimiento emocional de alguien se nota en mayor medida cuando no
hay una convivencia constante con tal persona, eso lo fue aprendiendo con el
tiempo. Su padre se dejó crecer la barba y perdió el trabajo por ausentarse en
exceso. Cada vez que ella llegaba él estaba durmiendo y la recibía con los ojos
partidos. Siempre olía a alcohol y trataba de sacarle información sobre su ma-
dre. Un día le contó que ella se estaba viendo con otro hombre, un tal Horacio,
y lo vio llorar por vez primera.
Un vestido rosa y una mochila rosa. Tocó el timbre durante quince minutos solo
para encontrarse con que la puerta estaba abierta con las llaves puestas del
lado de adentro. Ya entrando a la sala el olor a putrefacción y a orina la recibió.
El cuerpo de su padre estaba sentado contra la pared con un largo y profundo
oscurecimiento en la entrepierna, y su color de piel escapaba completamente
de lo humano a un pálido sucio que se le pegaba contra los huesos. Una soga
tensada en un perchero lo sostenía del cuello a ligeros centímetros del suelo,
con solo los pies apoyados y las piernas levitando. Algunas moscas vibraban en
el aire sorprendidas.
Una de las infinitas cuerdas se tensó con fuerza y llenó el espacio desértico de
su mente con un oscilante tono agudo, y luego se cortó sonoramente. El ser
encargado de las memorias negó con pesar mientras que sentía el desmayo de
la niña. Había nacido el olvido como forma de defensa.
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