Chubasco en Primavera Nº 11 | Page 16

OLVIDO Y MUERTE autor: Lucas Fiala Una cachetada en las nalgas ensangrentadas bastó para despertar un llanto que estrenaría su garganta diminuta. Su madre la llenó de besos a pesar de que no estaba del todo limpia, y su padre más tarde lo repetiría. Un ser algo extraño afinaba su instrumento en un desierto tan lejano como solo uno mismo puede ser. Ropa rosa. Una cuna rosa. Un colgante rosa. Algunas frazadas rosas. Días ente- ros con la boca aferrada a los pezones de su madre cual sanguijuela láctea. Mo- vimientos erráticos y torpes. Siestas aparentemente eternas repentinamente interrumpidas por excreciones amarillentas y pastosas. Él sigue girando clavijas en el desierto, tensando y soltando cuerdas mientras que acaricia la madera curtida con manos suaves y sin huellas dactilares. Solo dos ausentes orificios decoran su cabeza a modo de oídos, pero carece de rostro. Siente el eterno galopar de los ínfimos granos de arena contra sus piernas. El perro Toto parece simpatizar con ella. Sus padres se aseguran de presentar- los mutuamente desde una temprana edad para que se conozcan. El sistema motriz se fortalece y los movimientos se vuelven más precisos, nace el gateo como medio de desplazamiento y se convierte en una araña rosa que revolotea risueña entre los muebles. Aprende a reír con razón y a llorar con razón. Y el ser antropomorfo de piel pálida prepara sus dedos y acaricia las cuerdas. A veces pasa, que la primera nota es triste. Pues el perro le mordió la cara sin previo aviso, clavándole los amarillentos dientes a lo largo de todo el rostro, desde las mejillas hasta las orejitas. Sangre. Sangre por todos lados, pero el ser sigue tocando mientras que marca un compás lento y angustiante con los pies en la arena. Cuando la trajeron de vuelta a su casa con el rostro adolorido y cosido, ya en proceso de cicatrización luego de ocho días en el hospital, Toto no estaba más. El instrumento seguía sonando, y la vida seguía corriendo a su propio ritmo. Las cosas se movían alrededor suyo, y el ser solía tocar en pequeños lapsos de tiempo aquel instrumento de tantas cuerdas como solo la mente puede tener. A medida que la edad acaecía más cuerdas vibraban al unísono bañando su 16