TRAGOS SIN MEMORIA
autor: Raúl Lazo
El aire se sentía pesado, mezquino, con un
aroma de recuerdos que se escurrían a través
de la claridad ondulante que se iba esparcien-
do en todos los rincones de la sala en aquella
tarde donde la memoria se tambaleaba de
forma desmesurada. Él estaba sentado en el
sofá de color verde melancólico, hurgando
en los escombros de su memoria, tratando
de revisar algunas páginas de su pasado que
se extinguían inexorablemente con el trans-
currir de los días. Su mirada se extraviaba en
aquella claridad que reflejaba sus arrugas
que invadían su rostro sereno y apacible. Su
cuerpo irradiaba una silueta enfermiza y de
dolor, sus canas eran más blancas que ayer.
Sentado en aquel sofá, se preguntaba afano-
samente quien era él, porque él estaba ahí,
se preguntaba a sí mismo: «¿Dónde está mi
familia? ¿Tendré familia? ¿Seré tan viejo como
muchos dicen?»
se compadecían de él. Hace cuatros años su
mujer había fallecido y él no lo podía recor-
dar. Su mujer había muerto físicamente y su
recuerdo yacía en el cementerio del olvido.
Su memoria había enterrado las últimas ráfa-
gas de su mujer. Esa es la muerte más cruel
que puede existir: la muerte de los recuerdos
de los seres queridos. Muchos afirman que
los viejos son como niños con los estragos
de la experiencia y de los azotes de la vida.
Él era uno de esos niños que se aferraba a las
ruinas de su memoria y a los escombros de
sus recuerdos diáfanos que se hundían en
el terreno sombrío de la demencia. La clari-
dad se había esfumado y una tenue brisa del
atardecer se escabullía en aquella sala donde
descansaba el náufrago con cuerpo de viejo
y memoria de niño extraviado.
Toqué la puerta y la señora que lo cuidaba
todas las tardes me abrió la puerta de la casa.
La señora, además de cuidarlo, labraba en su
memoria con una paciencia infinita, los esca-
sos terrenos de su memoria, ayudándolo a
recordar a su familia, en donde vivía, cómo se
llamaba, como se llamaban sus hijos, cuando
cumplían años, en dónde quedaba el baño,
en donde había dejado su bas-
tón, en donde había dejado su
pasado. Me senté al frente de él y
lo saludé con mucho cariño como
si fuera a un niño al que no había
visto desde hace bastante tiempo.
Él me preguntó quién era yo, y no
quise decirle la verdad, solo le dije
que era una vieja conocida de la fa-
milia. Estuvimos varios minutos cru-
zando miradas, detallando como el
Su memoria avanzaba tres pasos, sin embar-
go, retrocedían veinte pasos cuando trataba
de buscar en las profundidades de sus re-
cuerdos y en el laberinto de imágenes opacas
en que se había convertido su escasa memo-
ria tan frágil como sus huesos que se con-
sumían en esas carnes flácidas
y colgantes. Él no sabía que su
enfermedad que le estaba arre-
batando su memoria de niño lo
había confinado al olvido incle-
mente de una sociedad cada vez
más insolente y friolenta. Tenía fa-
milia, pero él no podía recordarla,
sentía el cariño de sus hijos y de su
hermana, pero lo recibía como un
gesto amable de seres extraños que
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