Chubasco en Primavera Nº 11 | Page 10

TRAGOS SIN MEMORIA autor: Raúl Lazo El aire se sentía pesado, mezquino, con un aroma de recuerdos que se escurrían a través de la claridad ondulante que se iba esparcien- do en todos los rincones de la sala en aquella tarde donde la memoria se tambaleaba de forma desmesurada. Él estaba sentado en el sofá de color verde melancólico, hurgando en los escombros de su memoria, tratando de revisar algunas páginas de su pasado que se extinguían inexorablemente con el trans- currir de los días. Su mirada se extraviaba en aquella claridad que reflejaba sus arrugas que invadían su rostro sereno y apacible. Su cuerpo irradiaba una silueta enfermiza y de dolor, sus canas eran más blancas que ayer. Sentado en aquel sofá, se preguntaba afano- samente quien era él, porque él estaba ahí, se preguntaba a sí mismo: «¿Dónde está mi familia? ¿Tendré familia? ¿Seré tan viejo como muchos dicen?» se compadecían de él. Hace cuatros años su mujer había fallecido y él no lo podía recor- dar. Su mujer había muerto físicamente y su recuerdo yacía en el cementerio del olvido. Su memoria había enterrado las últimas ráfa- gas de su mujer. Esa es la muerte más cruel que puede existir: la muerte de los recuerdos de los seres queridos. Muchos afirman que los viejos son como niños con los estragos de la experiencia y de los azotes de la vida. Él era uno de esos niños que se aferraba a las ruinas de su memoria y a los escombros de sus recuerdos diáfanos que se hundían en el terreno sombrío de la demencia. La clari- dad se había esfumado y una tenue brisa del atardecer se escabullía en aquella sala donde descansaba el náufrago con cuerpo de viejo y memoria de niño extraviado. Toqué la puerta y la señora que lo cuidaba todas las tardes me abrió la puerta de la casa. La señora, además de cuidarlo, labraba en su memoria con una paciencia infinita, los esca- sos terrenos de su memoria, ayudándolo a recordar a su familia, en donde vivía, cómo se llamaba, como se llamaban sus hijos, cuando cumplían años, en dónde quedaba el baño, en donde había dejado su bas- tón, en donde había dejado su pasado. Me senté al frente de él y lo saludé con mucho cariño como si fuera a un niño al que no había visto desde hace bastante tiempo. Él me preguntó quién era yo, y no quise decirle la verdad, solo le dije que era una vieja conocida de la fa- milia. Estuvimos varios minutos cru- zando miradas, detallando como el Su memoria avanzaba tres pasos, sin embar- go, retrocedían veinte pasos cuando trataba de buscar en las profundidades de sus re- cuerdos y en el laberinto de imágenes opacas en que se había convertido su escasa memo- ria tan frágil como sus huesos que se con- sumían en esas carnes flácidas y colgantes. Él no sabía que su enfermedad que le estaba arre- batando su memoria de niño lo había confinado al olvido incle- mente de una sociedad cada vez más insolente y friolenta. Tenía fa- milia, pero él no podía recordarla, sentía el cariño de sus hijos y de su hermana, pero lo recibía como un gesto amable de seres extraños que 10