Sus manos.
Y entonces la verdad me dio de lleno, me golpeó en el centro mismo de mi equilibrio, y
casi me tiró al suelo.
No salí corriendo de milagro.
XXXII
Reconozco que me sorprendí a mí mismo.
Fui capaz de cenar, meditar, comprender, y después pagar, salir, subir a mi coche y
dirigirme a casa de Noraima sin prisas, sin excesos ni locuras.
La clave habían sido aquellas manos y las flores en la tumba, pero aún más lo que había
visto en la casa, nada más entrar, fugazmente.
Un pasillo con varias puertas, y al fondo, una, abierta.
Daba a un taller o estudio en el que vi objetos de pintura y lienzos.
Algo tan sólo percibido.
Un simple y pequeño detalle sin importancia, y sin embargo...
Alguien pintaba allí. Alguien hacía cuadros, como hobby o por el motivo que fuese, pero
los hacía.
Cuando tenía veinte años había salido con una chica que estudiaba pintura. Tenía un
pequeño estudio en la buhardilla de su casa. Sus manos eran muy bonitas, pero las
llevaba siempre sucias, siempre asquerosas por la dichosa pintura que no se iba ni con
litros y litros de disolvente. A mí me molestaba no sólo porque las tenía ásperas a causa
de ello, sino porque eran como un arco iris barroco y abigarrado, indisimulable. Cada vez
que la presentaba a alguien, después acababan preguntándome a solas:
—Oye, ¿tu chica pinta casas o qué?
El «o qué» se refería siempre a si era así de guarra. Y yo tenía que explicar que era
pintora, que se ponía perdida con la pintura, y que eso era normal en los artistas, porque
lo de hacerlo con pinceles...
Las manos de Noraima estaban limpias, y cuidadas.
Muy limpias y muy cuidadas. En ellas no había caído una gota de pintura en días,
semanas, meses.
¿Casualidad?
Entonces aparecían las flores en la tumba.
Todas debajo del nicho de Eliza, la niña.
Como si en la de al lado, en la de Vanessa, no hubiera nadie.
Nadie.
Me orienté perfectamente en Malmok hasta dar con la calle, abierta al mar y con el faro a
la derecha, omnipresente y blanco, recortado contra la claridad de la noche, a un paso de
la luna llena. No aparqué demasiado cerca. Lo hice a unos cincuenta metros. Bajé y
caminé despacio, expectante, dispuesto a dar media vuelta o hacerme el despistado si...
Pero no sucedió nada.
Llegué a la casa. Tenía luz fuera, en el porche. Una luz muy tenue. El silencio era muy
hermoso. Silencio plácido, como si el mundo y sus problemas estuviesen al otro lado del
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