Entré en el coche.
Cerré los ojos, puse el aire acondicionado y apoyé la cabeza en el reclinatorio situado
encima del asiento. Traté de memorizar punto por punto y palabra por palabra toda la
escena de mi llegada y estancia en casa de Noraima.
Cada vez que pensaba en ella, mi voz interior, mi instinto, era como si me gritara:
«¡Caliente! ¡Caliente!»
¿Y si no era más que una tontería?
El maldito sabor de boca.
Acabé nervioso, irascible y mucho más inquieto; así que puse en marcha el motor y
regresé a Oranjestad. Durante el resto del día no cambié de actitud. Fuera lo que fuera
aquello, me picoteaba el cerebro de una forma persistente y constante. Lo único que
podía hacer en este caso, era trabajar aún más. Así que fotografié Aruba entera, la capital,
las casas-pastel, el ambiente, el puerto. Pasada la hora de comer, y sin haber tomado
nada, subí al bote que llevaba a los clientes a la Sonesta Island y una vez en ella pasee y
hasta me di un baño. Pura gloria. Era un lugar privilegiado, salvo por la presencia del
aeropuerto, demasiado cercano. Las iguanas se paseaban a mi lado mirándome de reojo, y
los pelícanos caían del cielo para engullir peces del supermercado marino como si tal
cosa. La isla, alargada, con protecciones para amortiguar las olas, que llegaban mansas a
sus tres playas, era un microuniverso natural, y nosotros, los turistas, los alienígenas
depredadores.
Regresé al hotel, me duché, me cambié y volví a salir. Me dirigí a Palm Beach para
fotografiar la puesta de sol desde allí. Después acabé tumbado en una hamaca,
contemplando el ocaso del día.
Más y más inquieto.
Las flores a un lado, en la tumba.
La casa de Noraima.
La dichosa voz interior, el instinto.
El caso estaba cerrado. La tumba de Vania estaba allí. Adiós.
Pero la voz seguía martilleándome la razón.
Una mulata que pasaba cerca me sonrió. Era lo único que me faltaba: una mulata en el
paraíso. Pero no era mi día. La esperaba no muy lejos un guaperas armado con dos vasos
de cola.
Tenía hambre. No había comido.
Me dijeron que la zona con los mejores restaurantes estaba en la carretera que unía Palm
Beach con Noord, perpendicular a la playa. Monte en el coche y me metí por ella. Tenían
razón. Buenos y variados. Especialmente para comer marisco o cosas italianas. Me
incliné por el marisco aun sabiendo que si presentaba una factura por haberme comido
una langosta, a Porfirio le daría algo.
Aparqué, entré en el restaurante, uno llamado Buccaner, a la derecha en dirección a
Noord, y esperé a que la camarera me iluminara con su sonrisa, que era abundante y
generosa. Me tendió la carta, me dio dos minutos para que escogiera, y regresó a por mi
pedido. Los precios eran exagerados, turísticos. Le dije lo que quería y mientras lo
anotaba me fijé en sus manos. Mi eterna manía.
Sus manos.
Suaves, cuidadas, con dedos largos rematados por largas uñas pintadas de rojo.
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