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«morro», les sacaría publicidad hasta a las monjas de clausura. Por otro, sabía que a mamá le gustaría. Con reservas de mandamás, pero le gustaría. Tenía buen olfato para las personas. Y yo era su hijo. —Te mandaré una postal —me despedí. —¡Que no sea de una puesta de sol! —Un beso, mother. —Adiós, Jonatan. Me puse un vídeo de Bruce Springsteen y me quedé dormido escuchando Secret garden. XXVII Araba está a unos escasos 32 kilómetros de la costa venezolana, y salvo en sus playas del oeste, con arenas blancas y palmeras, no parece una isla caribeña. Será porque está muy lejos de lo que es el Caribe más conocido: Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico, las Bahamas y todo lo demás. Desde el aire, su forma es la de un hacha prehistórica. Rocas, cactus y cuevas forman su orografía, con un norte inhóspito y un sur habitado. La «montaña más alta» tiene 188 metros. Oranjestad es su capital, y San Nicolás, el segundo pueblo importante; pero la vida gira en torno a Palm Beach, su playa estrella. Cuando aterricé en el Aeropuerto Internacional Reina Beatrix, ya sabía lo suficiente de ese paraíso —en todos los aspectos, incluido el fiscal—. Sabía, por ejemplo, que el baile típico es el limbo, y que se habla el papiamento, un idioma que mezcla el español, el holandés, el inglés y el portugués; aunque el idioma oficial es el holandés. Aruba tuvo siempre raíces hispanas, por proximidad costera, y holandesas, porque perteneció a Holanda hasta la independencia de 1986. Hoy en la isla todo es turismo, yanqui por excelencia —familias negras de Chicago, el medio Este y el Sur de Estados Unidos— y europeo como complemento. En mi vuelo creo que era la única perla solitaria, amén de algunos evasores de impuestos y mafiosillos, que se les notaba. El 95% de los pasajeros eran recién casados. Estábamos en primavera. Nunca había volado en un avión con tantas babas por el suelo, tantas miradas de cuelgue absoluto y tantos chuicks-chuicks, que en los cómics es la onomatopeya del beso tonto. Me tocó estar con una de esas parejas al lado. Ni se dieron cuenta de que existía hasta que les dije que tenía que ir al lavabo. Entonces sí repararon en que había alguien en el asiento de ventanilla. Sin embargo, la mayor sorpresa me la llevé cuando el microbús de servicio que vino a recogernos al aeropuerto nos introdujo en Oranjestad. ¿Cómo podía definir todo aquello? ¿Pastel de fresas? ¿Color Made in Colonialismo Caribeño? El impresionante Royal Plaza Malí, por ejemplo, tiene una cúpula dorada, y el edificio que la rodea está pintado de rosa-rosa, con balaustradas blancas, toldos azules y mucha «alegría» visual. Algo así, en Marbella diríamos que es una «horterada». Allí no sólo hacía sonreír, sino que acababa gustándote. Lo entendí. El resto era parecido. Limpieza, buenos coches aunque muy poca isla para moverlos, y casinos en todas partes. Muchos casinos para que el turista adinerado —no el que iba de luna de miel con cara de bobo—, pudiera divertirse un rato perdiendo algunos miles. En el puerto había dos yates alucinantes, porque eran dos rascacielos abatidos flotando en el agua. De impresión. El guía del microbús nos dijo que uno era de «un famoso actor francés», y el otro, del dueño de la multinacional Toyota. Se dejaban caer por allí de vez en cuando. Yo también lo habría hecho. 86