taxi y le di la dirección de Vicente Molins.
El hombre que, ya con cuarenta años, había seducido a la madre de Vania y la había
embarazado.
Todos los hijos ilegales que se hicieron famosos, y pienso que también los que no se
hicieron famosos, por propia inercia humana, en un momento u otro buscaron a ese
hombre que un día hizo lo justo, lo mínimo, para darles la vida, aunque después les
dieran la espalda. Me venían a la mente algunos casos. Marilyn Monroe se había
reencontrado con su padre. John Lennon, aunque no fue ilegal sino abandonado cuando
tenía cinco años, también. Y Liv Tyler, la actriz, supuesta hija del cantante Todd
Rundgren, que ya mayorcita supo que su verdadero padre era Steven Tyler, cantante del
grupo Aerosmith, tras un desliz materno. Si Vania había hecho lo mismo...
Vicente Molins estaba retirado. Los datos que me consiguió Carmina acerca de él no eran
muy abundantes. Vivía en un céntrico piso de Velázquez, y poco más. En su vida real,
fuera de sus líos amorosos con Mercedes Cadafalch y, tal vez, otras, estaba casado y tenía
dos hijos. Los dos anteriores al nacimiento de Vania. Muy anteriores.
No tuve que hacerme demasiadas cábalas acerca de quién era la mujer que me abrió la
puerta. Superaba las siete décadas, así que según mis datos era Asunción Balaguer, la
esposa de mi objetivo. Le pregunté por su marido y me dijo que no se encontraba muy
bien de salud. Le dije que había venido de Barcelona para verle y eso la hizo ablandarse.
Pero cuando me preguntó por el motivo de mi interés, no le conté la verdad. Hablé de un
viejo negocio. Se extrañó; pero como buena esposa y madre de las de antes, ya no hizo
más preguntas. Lo suyo era estar ahí. Ni el escándalo de la paternidad de Vania había
hecho que dejara a su cónyuge.
Pasé a una sala muy noble. Todo el piso respiraba la misma nobleza. Vicente Molins era
un industrial catalán que había hecho fortuna en la España de Franco y se había quedado
a vivir en la capital del reino. Algo de lo más normal. Los hijos, si nacieron allí,
probablemente habrían provocado que los padres no regresaran a sus lugares de origen.
Negocios, nietos, la vida ya hecha.
El cuadro debía de ser bastante parecido al que imaginé.
Y cuando Vicente Molins fue entrado en la sala, se completó.
Digo que «fue entrado» porque lo llevaba su esposa en una silla de ruedas. Y digo que se
completó porque al verlos juntos tuve la extraña sensación de que allí el tiempo se había
detenido hacía muchos años. De pronto me di cuenta de que la sala era una especie de
mausoleo, llena de fotografías por todas partes, en la repisa de la chimenea, en dos
mesitas, en el piano —porque había piano—, y hasta en una de las paredes. Fotografías
familiares. Toda una vida. Él, ella, los dos hijos, los nietos y nietas...
A los cuarenta años, cuando había seducido a Mercedes Cadafalch, Vicente Molins debía
de ser un hombre atractivo, con encanto y cierto poder. Ahora la decrepitud le había
alcanzado de lleno. Más que delgado estaba enteco, sus ojos se hundían en los cuévanos
como si fueran taladros, apenas si tenía cabello y vestía una bata clásica, gris, a cuadros.
Las manos, huesudas, reposaban en los márgenes de la silla. Me levanté, me presenté, y
esperé a que ella se retirara, todavía suspicaz. Pensé que a lo mejor se quedaba tras la
puerta escuchando.
—Avíseme cuando hayan terminado —me advirtió—. Y no le canse mucho. Más de diez
minutos...
En el momento de quedarnos solos, el hombre me escrutó con mayor intensidad.
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