Cogió sus botellas de vino y las reventó con las caras de ellos. Sacó su último
encendedor y lo lanzó prendido. Inmediatamente, sintió cómo las brasas
sofocaban su respiración. Pero no pudo evitar sentir alivio al ver el humo salir de
sus cuerpos y causar un olor morboso en su ser. Cogió un esfero, un papel y
entre llamas y llantos; ajenos, claro, escribió su testamento.
Lo que Emile escribió, sólo lo sabe él. Lo que sí se sabe, es que Emile, sin
haberse desnudado, atado, ni clavado ninguna puntilla: descansó con la misma
expresión en el rostro que sus invitados. Había logrado su objetivo: descubrir la
razón de las sonrisas. Y le pareció tan increíble, como falso. Su cuerpo, sofocado
en la mitad, por fin descansaba del peso de la vida; tranquilo, sabiendo que
había descubierto la razón de sus risas, y angustiado, por saber que no se había
perdido de nada, mientras pasaba una vida lamentándose por buscarse a sí
mismo en los demás.
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