Qué horror, ¿verdad?—¡Espantoso!—¿Cuál crees que es?—¡Aquélla! ¡La que está allí, a la izquierda! ¡La
niña que lleva el visón plateado!—¿Cuál es Charlie Bucket?—¿Charlie Bucket? Debe ser ese niño
delgaducho que está junto a ese viejo que parece un esqueleto. Casi junto a nosotros. ¡Allí mismo!¿Lo
ves?—¿Cómo no lleva un abrigo con el frío que hace?—Ni idea. Quizá no tenga dinero para
comprárselo.—¡Caramba! ¡Debe estar helado!
Charlie, que se hallaba sólo a unos pasos de quien hablaba, apretó la mano del abuelo Joe, y el anciano
miró al niño y sonrió.
A lo lejos, el reloj de una iglesia empezó a darlas diez.
Muy lentamente, con un agudo chirrido de goznes oxidados, los grandes portones de hierro de la fábrica
empezaron a abrirse.
La muchedumbre se quedó súbitamente en silencio. Los niños dejaron de saltar. Todos los ojos estaban
fijos en los portones.
—¡Allí está!—gritó alguien. ¡Es él!
¡Y así era!