8 Se encuentran otros dos Billetes Dorados
Aquella tarde el periódico del señor Bucket anunciaba el descubrimiento no sólo del tercer Billete
Dorado, sino también del cuarto. DOS BILLETES DORADOS ENCONTRADOS HOY, gritaban los
titulares. YA SOLO FALTA UNO.
—Está bien —dijo el abuelo Joe, cuando toda la familia estuvo reunida en la habitación de los ancianos
después de la cena—, oigamos quién los ha encontrado.
—El tercer billete —leyó el señor Bucket, manteniendo el periódico cerca de su cara porque sus ojos eran
débiles y no tenía dinero para comprarse unas gafas—, el tercer billete lo ha encontrado la señorita Violet
Beauregarde. Reinaba un gran entusiasmo en la casa de la señorita Beauregarde cuando nuestro periodista
llegó para entrevistar a la afortunada joven; las cámaras fotográficas estaban en plena actividad, estallaban
los fogonazos de los flashes y la gente se empujaba y daba codazos intentando acercarse un poco más a la
famosa muchacha. Y la famosa muchacha estaba de pie sobre una silla en el salón agitando
frenéticamente el Billete Dorado a la altura de su cabeza como si estuviese llamando a un taxi. Hablaba
muy de prisa y en voz muy alta con todos, pero no era fácil oír lo que decía porque al mismo tiempo
mascaba furiosamente un trozo de chicle.
«Normalmente, yo suelo mascar chicle», gritaba, «pero cuando me enteré de este asunto de los billetes
del señor Wonka dejé a un lado el chicle y empecé a comprar chocolatinas con la esperanza de tener
suerte. Ahora, por supuesto, he vuelto al chicle. Adoro el chicle. No puedo pasarme sin él. Lo mastico
todo el tiempo salvo unos pocos minutos a la hora de las comidas, cuando me lo quito de la boca y me lo
pego detrás de la oreja para conservarlo. Si quieren que les diga la verdad, simplemente no me sentiría
cómoda si no tuviese ese trocito de chicle para mascar durante todo el día. Es cierto. Mi madre dice que
eso no es femenino y que no hace buena impresión ver las mandíbulas de una chica subiendo y bajando
todo el tiempo como las mías, pero yo no estoy de acuerdo. Y además, ¿quién es ella para criticarme?
Porque si quieren mi opinión, yo diría que sus mandíbulas suben y bajan casi tanto como las mías cuando
me grita a todas horas.»