—¡Pero no lo hizo! —dijo Charlie.
—Oh, ya lo creo que lo hizo. Los dijo a todos los obreros que lo sentía mucho, pero que tendrían que irse
a casa. Entonces cerró las puertas principales y las aseguró con una cadena. Y de pronto, la inmensa
fábrica de chocolate de Wonka se quedó desierta y silenciosa. Las chimeneas dejaron de echar humo, las
máquinas dejaron de funcionar, y desde entonces no se fabricó una sola chocolatina ni un solo caramelo.
Nadie volvió a entrar o salir de la fábrica, e incluso el propio señor Willy Wonka desapareció.
Pasaron meses y meses —prosiguió el abuelo Joe—, pero la fábrica seguía cerrada. Y todo el mundo
decía: «Pobre señor Wonka. Era tan simpático. Y hacía cosas tan maravillosas. Pero ya está acabado. No
hay nada que hacer.»
Entonces ocurrió algo asombroso. ¡Un día, por la mañana temprano, delgadas columnas de humo blanco
empezaron a salir de las altas chimeneas de la fábrica! La gente de la ciudad se detuvo a mirarlas. «¿Qué
sucede?»; gritaron. «¡Alguien ha encendido las calderas! ¡El señor Wonka debe estar a punto de abrir otra
vez!» Corrieron hacia las puertas, esperando verlas abiertas de par en par y al señor Wonka allí de pie
para dar la bienvenida a todos sus obreros.
¡Pero no! Los grandes portones seguían cerrados y encadenados tan herméticamente como siempre, y al
señor Wonka no se le veía por ningún sitio.
«¡Pero la fábrica está funcionando!» grito la gente. «¡Escuchad! ¡Se pueden oír las máquinas! ¡Han vuelto
a ponerse en marcha! ¡Y se huele en el aire el aroma del chocolate derretido!»
El abuelo Joe se inclinó hacia adelante, posó un largo dedo huesudo sobre la rodilla de Charlie y dijo
quedamente: —Pero lo más misterioso de todo, Charlie, eran las sombras en las ventanas de la fábrica. La
gente que estaba fuera, de pie en la calle, podía ver pequeñas sombras oscuras moviéndose de uno a otro
lado detrás de las ventanas de cristal esmerilado.
—¿Las sombras de quién? —dijo Charlie rápidamente.
—Eso es exactamente lo que todo el mundo quería saber.
«¡La fábrica está llena de obreros!», gritaba la gente. «¡Pero nadie ha entrado! ¡Los portones están
cerrados! ¡Es absurdo! ¡Y tampoco sale nadie!»
Pero no se podía negar —dijo el abuelo Joe— que la fábrica estaba funcionando. Y ha seguido