-No, Peggotty -contestó mama-; pero insinúas, que es lo que te decía precisamente
ahora. Es tu lado malo. Insinúas. Hace un momento te he dicho que te comprendía, y ya
lo ves. Cuando te refieres a las buenas intenciones de míster Murdstone, pretendiendo
despreciarlas (pues dentro de tu corazón realmente no lo sientes), estás tan convencida
como yo de lo buenas que son, en todo y para todo. Y si te parece que es algo severo con
cierta persona (tú comprendes, y Davy también que no hablo de nadie presente), es
únicamente porque está convencido de que es beneficioso para ella. Él, como es natural,
quiere mucho a e sa persona por cariño a mí y obra únicamente por su bien. Él es más
capaz de juzgar que yo, pues demasiado sé que soy una criatura joven, débil y delicada,
mientras que él es un hombre firme, serio y grave. Y, además, que se toma -dijo mi
madre, con el rostro inundado de lágrimas afectuo sas-, que se toma muchos trabajos por
mí. Yo debo estarle muy agradecida y someterme a él aun en mis pensamientos; y cuando
no lo hago, Peggotty, me lo reprocho, me condeno y hasta dudo de mi corazón, y no se ya
que hacer.
Peggotty, con la barba apoyada en el pie de la media, mi raba al fuego en silencio.
-Vamos, Peggotty -dijo mi madre cambiando de tono-, no nos enfademos, no lo podría
soportar. Eres mi única amiga, ya lo sé; no tengo otra en el mundo. Y cuando te llamo
criatura ridícula o insoportable, o cualquier otra cosa por el estilo, sólo quiero decirte que
eres mi verdadera amiga, que siempre lo has sido, siempre, desde la noche en que míster
Copperfield me trajo por primera vez a esta casa y tú saliste a la verja a recibirme.
Peggotty no tardó en responder y ratificar el tratado de amistad dándome su más fuerte
abrazo. Pienso que ya entonces comprendía yo algo del verdadero sentido de aque lla
conversación; pero ahora estoy seguro de que esa excelente criatura la había provocado y
sostenido únicamente para dar motivo a mi madre de consolarse contradiciéndola.
Si era ese su designio, fue eficaz, pues recuerdo que mi madre pareció más tranquila
durante el resto de la velada, y Peggotty la miraba menos.
Después de tomar el té, cuando se reanimó el fuego y se encendió la luz, leí a Peggotty
un capítulo del libro de los cocodrilos, en recuerdo de los antiguos tiempos. Peggotty
sacó el libro del bolsillo; no sé si lo tendría allí desde que me marché. Después estuvimos
hablando otra vez de Salem House, lo que me llevó a hablar también de Steerforth de
nuevo, tema para mí inagotable. Éramos muy dichosos, y aquella noche, la última en su
género y destinada a cerrar para siempre un capítulo de mi vida, nunca se borrará de mi
memoria.
Eran casi las diez cuando oímos el ruido de las ruedas del coche. Todos nos levantamos
precipitadamente, y mi madre nos dijo que, como era muy tarde y a míster y miss Murdstone les gustaba que los niños se acostasen temprano, lo mejor era que me fuese a la
cama. La besé y subí con la luz a mi cuarto antes de que llegaran. Me parecía, en mi
infantil imaginación, mientras subía al cuarto en que había estado prisionero, que traían
consigo un soplo de aire helado, que se llevaba la felicidad y la intimidad de nuestro
cariño lo mismo que una pluma.
A la mañana siguiente estaba muy preocupado con la idea de bajar a desayunar, pues
desde el día de la ofensa mortal no había vuelto a ver a míster Murdstone. Sin embargo,
no tenía más remedio que hacerlo, y después de bajar dos o tres veces y volverme a meter
corriendo en mi alcoba, me decidí y entré en el comedor.
Míster Murdstone estaba de pie ante la chimenea y de espaldas a ella. Miss Murdstone
estaba haciendo el té. Él me miró fijamente al entrar, como si no me conociera.
Después de un momento de confusión y dudas me acerqué a él diciendo:
-Le pido a usted perdón; estoy muy triste de lo que hice, y espero que me perdone.
-Me alegro de que te disculpes, Davy -me dijo.