-¿Cómo que qué le has hecho? -replicó Traddles-. Herir todos sus sentimientos y
hacerle perder la colocación que tenía.
-¡Sus sentimientos! -repitió Steerforth desdeñosamente-. Sus sentimientos se repondrán
pronto. ¿O es que crees que son como los tuyos, señorita Traddles? En cuanto a su
colocación, ¡era tan estupenda! ¿Pensáis que no voy a escribir a mi madre diciéndole que
le mande dinero?
Todos admiramos las nobles intenciones de Steerforth, cuya madre era una viuda rica y
dispuesta según decía él, a hacer todo lo que su hijo quisiera. Estábamos encantados de
ver cómo había puesto a Traddles en su puesto, y le exaltamos hasta las estrellas,
especialmente cuando nos dijo que se había decidido a hacerlo y lo había hecho
exclusivamente por nosotros y por nuestra causa, y que no había tenido en ello ni el
menor pensamiento de egoísmo.
Pero debo decir que aquella noche, mientras estaba contando mi novela en la oscuridad
del dormitorio, me parecía oír en mi oído tristemente la flauta de míster Mell; y cuando,
por último, Steerforth se durmió y yo me dejé caer en la cama, al pensar que quizá en
aquel momento aquella flauta estaría sonando dolorosamente, me sentí desgraciado por
completo.
Pronto lo olvidé todo, en mi constante admiración por Steerforth, que como interesado
y sin abrir un libro (a mí me parecía que los sabía todos de memoria) repasaba sus clases
mientras venía un nuevo profesor. El que vino salía de una escuela elemental, y antes de
entrar en funciones fue invitado a comer por míster Creakle un día, para serle presentado
a Steerforth. Steerforth lo aprobó y nos dijo que era un Brick, y aunque yo no entendía
exactamente lo que quería decir aquello, le respeté al momento, y no se me ocurrió dudar
de su saber, aunque nunca se tomó por mí el interés que se había tomado míster Mell.
Sólo hubo otro acontecimiento en aquel semestre de la vida escolar que me
impresionara de un modo persistente. Fue por varias razones.
Una tarde en que estábamos en la mayor confusión, y míster Creakle pegándonos sin
descansar, se asomó Tungay gritando con su terrible voz de trueno:
-Visita para Copperfield.
Cambió unas breves palabras con míster Creakle sobre la habitación a que los pasaría y
diciéndole quiénes eran. Entre tanto, yo estaba de pie y a punto de ponerme malo por la
sorpresa. Me dijeron que subiera a ponerme un cuello limpio antes de aparecer en el
salón. Obedecí estas órdenes en un estado de emoción distinta a todo lo que había sentido
hasta entonces, y al llegar a la puerta, pensando que quizá fuese mi madre (hasta aquel
momento sólo había pensado en miss o míster Murdstone), me detuve un momento
sollozando.
Al entrar no vi a nadie, pero sentí que estaban detrás de la puerta. Miré y con gran
sorpresa me encontré con míster Peggotty y con Ham, que se quitaban ante mí el
sombrero y se inclinaban para saludarme. No pude por menos de echarme a reír; pero era
más por la alegría de verlos que por sus reve rencias.
Nos estrechamos las manos con gran cordialidad, y yo me reía, me reía, hasta que tuve
que sacar el pañuelo para secar mis lágrimas.
Míster Peggotty (recuerdo que no cerró la boca durante todo el tiempo que duró la
visita) pareció conmoverse cuando me vio llorar, y le hizo señas a Ham de que dijera
algo.
-Vamos, más alegría, señorito Davy --dijo Ham en su tono cariñoso-. Pero ¡cómo ha
crecido!
-¿He crecido? -dije enjugándome los ojos.
No sé por qué lloraba. Debía de ser la alegría de verlos.