-¡Silencio, míster Steerforth! -dijo míster Mell.
-Cállese usted primero! -replicó Steerforth, poniéndose muy rojo- ¿Con quién cree
usted que está hablando?
-¡Siéntese usted! -replicó míster Mell.
-¡Siéntese usted si quiere! --dijo Steerforth-, y métase donde le llamen.
Hubo cuchicheos y hasta algunos aplausos; pero míster Mell estaba tan pálido, que el
silencio se restableció inme diatamente, y un chico que se había puesto detrás de él a
imitar a su madre cambió de parecer a hizo como que había ido a preguntarle algo.
-Si piensa usted, Steerforth -continuó míster Mell que no sé la influencia que tiene aquí
sobre algunos espíritus (sin darse cuenta, supongo, puso la mano sobre mi cabeza) o que
no le he observado hace pocos minutos provocando a los pequeños para que me
insultasen de todas las maneras imaginables, se equivoca.
-No me tomo la molestia de pensar en usted -dijo Steerforth fríamente-; por lo tanto, no
puedo equivocarme.
-Y cuando abusa usted de su situación de favorito aquí para insultar a un caballero...
-¿A quién? ¿Dónde está? -dijo Steerforth.
En esto alguien gritó:
-¡Qué vergüenza, Steerforth; eso está muy mal!
Era Traddles, a quien míster Mell ordeno inmediatamente silencio.
-Cuando insulta usted así a alguien que es desgraciado y que nunca le ha hecho el
menor daño; a quien tendría usted muchas razones para respetar ya que tiene usted edad
sufi ciente, tanto como inteligencia, para comprender -dijo mister Mell con los labios cada
vez más temblorosos-; cuando hace usted eso, mister Steerforth, comete usted una
cobardía y una bajeza. Puede usted sentarse o continuar de pie, como guste. Copperfield,
continúe.
-Pequeño Copperfield --dijo Steerforth, avanzando ha cia el centro de la habitación-,
espérate un momento. Tengo que decirle, míster Mell, de una vez para siempre, que
cuando se torna usted la libertad de llamarme cobarde o miserable o algo semejante, es
usted un mendigo desvergonzado. Usted sabe que siempre es un mendigo; pero cuando
hace eso es un mendigo desvergonzado.
No sé si Steerforth iba a pegar a míster Mell, o si mister Mell iba a pegar a Steerforth,
ni cuáles eran sus respectivas intenciones; pero de pronto vi que una rigidez mortal caía
sobre la clase entera, como si se hubieran vuelto todos de piedra, y encontré a míster
Creakle en medio de nosotros, con Tungay a su lado. Miss y mistress Creakle se
asomaban a la puerta con caras asustadas.
Míster Mell, con los codos encima del pupitre y el rostro entre las manos, continuaba en
silencio.
-Mister Mell -dijo míster Creakle, sacudiéndole un brazo, y su cuchicheo era ahora tan
claro que Tungay no juzgó necesario repetir sus palabras-. ¿Espero que no se habrá usted
olvidado?
-No, señor, no -contestó míster Mell levantando su rostro, sacudiendo la cabeza y
restregándose las manos con mucha agitación-; no, señor, no; me he acordado..., no,
mister Creakle; no me he olvidado... Yo... he recordado.... yo... de searía que usted me
recordase a mí un poco más, mister Creakle... Sería más generoso, más justo, y me
evitaría ciertas alusiones.
Mister Creakle, mirando duramente a mister Mell, apoyó su mano en el hombro de
Tungay, subió al estrado y se sentó en su mesa. Después de mirar mucho tiempo a mister
Mell desde su trono, mientras él seguía sacudiendo la cabeza y restregándose las manos,
en el mismo estado de agitación, mister Creakle se volvió hacia Steerforth y dijo: