Charles Dickens | Page 62

-¡Silencio, míster Steerforth! -dijo míster Mell. -Cállese usted primero! -replicó Steerforth, poniéndose muy rojo- ¿Con quién cree usted que está hablando? -¡Siéntese usted! -replicó míster Mell. -¡Siéntese usted si quiere! --dijo Steerforth-, y métase donde le llamen. Hubo cuchicheos y hasta algunos aplausos; pero míster Mell estaba tan pálido, que el silencio se restableció inme diatamente, y un chico que se había puesto detrás de él a imitar a su madre cambió de parecer a hizo como que había ido a preguntarle algo. -Si piensa usted, Steerforth -continuó míster Mell que no sé la influencia que tiene aquí sobre algunos espíritus (sin darse cuenta, supongo, puso la mano sobre mi cabeza) o que no le he observado hace pocos minutos provocando a los pequeños para que me insultasen de todas las maneras imaginables, se equivoca. -No me tomo la molestia de pensar en usted -dijo Steerforth fríamente-; por lo tanto, no puedo equivocarme. -Y cuando abusa usted de su situación de favorito aquí para insultar a un caballero... -¿A quién? ¿Dónde está? -dijo Steerforth. En esto alguien gritó: -¡Qué vergüenza, Steerforth; eso está muy mal! Era Traddles, a quien míster Mell ordeno inmediatamente silencio. -Cuando insulta usted así a alguien que es desgraciado y que nunca le ha hecho el menor daño; a quien tendría usted muchas razones para respetar ya que tiene usted edad sufi ciente, tanto como inteligencia, para comprender -dijo mister Mell con los labios cada vez más temblorosos-; cuando hace usted eso, mister Steerforth, comete usted una cobardía y una bajeza. Puede usted sentarse o continuar de pie, como guste. Copperfield, continúe. -Pequeño Copperfield --dijo Steerforth, avanzando ha cia el centro de la habitación-, espérate un momento. Tengo que decirle, míster Mell, de una vez para siempre, que cuando se torna usted la libertad de llamarme cobarde o miserable o algo semejante, es usted un mendigo desvergonzado. Usted sabe que siempre es un mendigo; pero cuando hace eso es un mendigo desvergonzado. No sé si Steerforth iba a pegar a míster Mell, o si mister Mell iba a pegar a Steerforth, ni cuáles eran sus respectivas intenciones; pero de pronto vi que una rigidez mortal caía sobre la clase entera, como si se hubieran vuelto todos de piedra, y encontré a míster Creakle en medio de nosotros, con Tungay a su lado. Miss y mistress Creakle se asomaban a la puerta con caras asustadas. Míster Mell, con los codos encima del pupitre y el rostro entre las manos, continuaba en silencio. -Mister Mell -dijo míster Creakle, sacudiéndole un brazo, y su cuchicheo era ahora tan claro que Tungay no juzgó necesario repetir sus palabras-. ¿Espero que no se habrá usted olvidado? -No, señor, no -contestó míster Mell levantando su rostro, sacudiendo la cabeza y restregándose las manos con mucha agitación-; no, señor, no; me he acordado..., no, mister Creakle; no me he olvidado... Yo... he recordado.... yo... de searía que usted me recordase a mí un poco más, mister Creakle... Sería más generoso, más justo, y me evitaría ciertas alusiones. Mister Creakle, mirando duramente a mister Mell, apoyó su mano en el hombro de Tungay, subió al estrado y se sentó en su mesa. Después de mirar mucho tiempo a mister Mell desde su trono, mientras él seguía sacudiendo la cabeza y restregándose las manos, en el mismo estado de agitación, mister Creakle se volvió hacia Steerforth y dijo: