-¿Y tú crees que le ha hecho a Edward mucho mal, Clara? -preguntó míster Murdstone
gravemente.
-Esa es la cuestión --dijo su hermana.
A esto mi madre contestó: «Ciertamente, mi querida Jane», y no dijo más.
Sentí que estaba interesado personalmente en aquel diá logo, y traté de indagar en los
ojos de míster Murdstone, en el momento en que se fijaban en los míos.
-Ahora, Davy - me dijo, y vi de nuevo su mirada hipócrita-, tienes que prestar más
atención que nunca.
Hizo de nuevo vibrar el junco, y después, habiendo terminado sus preparativos, lo
colocó a su lado con una expresiva mirada y cogió un libro.
Era una buena manera de darme presencia de ánimo para empezar. Sentí que las
palabras de mi lección huían, no una por una, como otras veces, ni línea por línea, sino
por pági nas enteras. Traté de atraparlas; pero parecía, si puedo expresarlo así, que se
habían puesto patines y se deslizaban a una velocidad vertiginosa.
Empezamos mal y seguimos peor. Aquel día había lle gado casi con la seguridad de que
iba a destacar convencido de que estaba muy bien preparado; pero resultó que era una
equivocación mía. Libro tras libro fueron desfilando todos hacia el contingente de los que
había que volver a estudiar. Miss Murdstone no nos quitaba ojo, y cuando, por fin, llegamos a los cinco mil quesos (recuerdo que aquel día me hicieron contar a golpes), mi
madre se echó a llorar.
-¡Clara! ---dijo miss Murdstone con su voz de reproche.
-Creo que no me encuentro bien, querida Jane -dijo mi madre.
Le vi mirar solemnemente a su hermana, mientras se levantaba y decía cogiendo su
bastón:
-Es imposible, Jane, pedir a Clara que soporte con per fecta firmeza la pena y el
tormento que Davy le ha ocasionado hoy. Eso sería ya estoicismo. Clara va siendo cada
vez más fuerte; pero eso sería pedirle demasiado. David, vamo s arriba juntos.
Cuando ya estábamos fuera de la habitación mi madre corrió tras de nosotros. Miss
Murdstone, dijo: «¡Clara! ¿Te has vuelto loca?», y la detuvo. Yo la vi detenerse
tapándose los oídos y escuché sus sollozos.
Murdstone me acompañó a mi habitación despacio y gravemente (estoy seguro de que
le deleitaba toda aquella formalidad de justicia ejecutiva), y cuando llegamos cogió de
pronto mi cabeza debajo de su brazo.
-¡Míster Murdstone, Dios mío! - le grité-. Se lo suplico, ¡no me pegue! Le aseguro que
hago lo posible por aprender; pero con usted y su hermana delante no puedo recitar.
¡Verdaderamente es que no puedo!
-¿Verdaderamente no puedes, David? Bien, ¡lo veremos!
Tenía mi cabeza sujeta como en un tubo; pero yo me retorcía a su alrededor rogándole
que no me pegase. Se detuvo un momento, pero sólo un momento, pues un instante después me pegaba del modo más odioso. En el momento en que empezó a azotarme yo
acerqué la boca a la mano que me sujetaba y la mordí con fuerza. Todavía siento rechinar
mis dientes al pensarlo.
Entonces él me pegó como si hubiera querido matarme a golpes. A pesar del ruido que
hacíamos, oí correr en las escaleras y llorar. Sí; oí llorar a mamá y a Peggotty. Después se
marchó, cerrándome la puerta por fuera y dejándome tirado en el suelo, ardiendo de
fiebre, desgarrado y furioso.
¡Qué bien recuerdo, cuando empecé a tranquilizarme, la extraña quietud que parecía
reinar en la casa! ¡Qué bien recuerdo lo malo que empezaba a sentirme cuando la cólera y
el dolor fueron pasando!