Pusimos encima de una mesa, al lado de la ventana de Buckingham Street, el trabajo
que Traddles había proporcionado; había que hacer no sé cuántas copias de un
documento cualquiera relativo a un derecho de paso. Sobre otra mesa extendimos el
último proyecto de Memoria a medio hacer. Dimos instrucciones a míster Dick para
copiar exactamente lo que tenía delante de él, sin apartarse lo más mínimo del original, y
si sentía la necesidad de hacer la más ligera alusión al rey Carlos I debía volar al instante
hacia la Memoria. Le exhortamos para que siguiera con resolución este plan de conducta,
y dejamos a mi tía para que le vigilara. Después nos contó que en el primer momento
estaba como un timbalero entre los dos tambores y que dividía sin cesar su atención entre
las dos mesas; pero habiéndole parecido después que aquello le confundía y le cansaba,
había terminado por ponerse sencillamente a copiar el papel que tenía ante la vista,
dejando la Memoria para otra ocasión. En una palabra, aunque tuvimos mucho cuidado
para que no trabajara más de lo razonable, y aunque no se había puesto a trabajar al
principio de la semana, para el sábado había ganado diez chelines y nueve peniques, y no
olvidaré nunca sus idas y venidas a todas las tiendas de la vecindad para cambiar su
tesoro en monedas de seis peniques, que trajo después a mi tía en una bandeja, donde las
había colocado en forma de corazón; sus ojos estaban llenos de lágrimas de alegría y de
orgullo. Desde el momento en que se vio ocupado de una manera útil, parecía un hombre
que se siente bajo un encanto propicio, y si hubo una criatura dichosa aquella noche en el
mundo fue el ser agradecido que miraba a mi tía como a la mujer más notable y a mí
como al muchacho más extraordinario que hubiera en la tierra-.
-Ya no hay peligro de que muera de hambre, Trotwood -me dijo míster Dick dándome
un apretón de manos en un rincón-; yo me encargo de todas sus necesidades, caballero.
Y movía en el aire sus diez dedos triunfantes, como si hubieran estado otros tantos
bancos a su disposición.
No sé quién estaba más contento, si Traddles o yo.
-Verdaderamente - me dijo de pronto sacando una carta del bolsillo-, ésto me ha hecho
olvidar completamente a míster Micawber.
La carta estaba dirigida a mí (míster Micawber no desperdiciaba nunca la ocasión de
escribir una carta) y ponía: «Confiada a los buenos cuidados de T. Traddles, esq. du
Temple».
«Mi querido Copperfield:
-- No le sorprenderá mucho saber que me ha surgido una buena cosa, pues,
si lo recuerda, le había prevenido hace ya algún tiempo que esperaba sin cesar
algo análogo.
Voy a establecerme en una ciudad de provincias de nuestra isla afortunada.
La sociedad de este lugar puede ser descrita como una mezcla feliz de los elementos agrícolas y eclesiásticos, y estaré en relaciones directas con una de las
profesiones más sabias. Mistress Micawber y nuestra progenie me siguen.
Nuestras cenizas se encontrarán probablemente depositadas un día en el
cementerio dependiente de un venerable santuario que ha llevado la
reputación del lugar de que hablo desde la China al Perú, si puedo expresarme
así.
A1 decir adiós a la moderna Babilonia hemos tenido que soportar muchas
vicisitudes y ¡con qué va lor! mistress Micawber y yo sabemos que abandonamos quizá para muchos años, quizá para siempre, a una persona que está
unida a los recuerdos más potentes del altar de nuestros dioses domésticos.