sábado, que tendría libre. Natural mente, también descansaba el domingo; por lo tanto, las
condiciones no me parecieron muy duras.
Después de arreglar así las cosas a nuestra mutua satisfac ción, el doctor me llevó a la
casa para presentarme a mis tress Strong, a quien encontramos en el despacho de su marido limpiando el polvo de los libros (libertad que no permitía a nadie más que a ella con
sus preciosos favoritos).
Habían retrasado el desayuno por mí, y nos pusimos todos a la mesa. Acabábamos de
sentamos cuando adiviné por el rostro de mistress Strong que llegaba alguien, aun antes
de que se hubiera oído el menor ruido que anunciara una visita. Un señor a caballo llegó a
la verja, hizo entrar a su caballo de la brida en el patio, como si estuviera en su casa; le
ató a una anilla y entró en el comedor con la fusta en la mano. Era míster Jack Maldon, y
encontré que no había ganado nada en su viaje a las Indias. Es verdad que estaba muy
intransigente contra todos los jóvenes que no derribaban los árboles en el bosque de las
dificultades, y hay que tenerlo en cuenta en aquellas impresiones poco benévolas.
-Míster Jack -dijo el doctor-, le presentó a Copperfield.
Míster Jack Maldon me estrechó la mano un poco fríamente, según me pareció, y con
un aire de protección lánguida que me chocó bastante. En realidad su aire de languidez
era curioso de ver en todo momento, excepto, sin embargo, cuando se dirigía a su prima
Annie.
-¿Ha desayunado usted, míster Jack? -preguntó el doctor.
-No desayuno casi nunca -replicó apoyando la cabeza en el respaldo del sillón---. Me
aburre.
-¿Hay alguna noticia hoy? -preguntó el doctor.
-Nada -repuso Maldon-. Algunas historias de gentes que se mueren de hambre en
Escocia y están descontentos. Pero siempre hay personas que se mueren de hambre y no
están contentas.
El doctor le dijo con gravedad, para cambiar la conversación:
-¿Entonces no hay ninguna noticia? Pues bien. No ha cer noticias es haberlas buenas,
como se dice.
-En los periódicos hay una historia muy larga a propósito de un crimen; pero todos los
días hay asesinatos; no lo he leído.
En aquel tiempo todavía no se miraba la indiferencia afectada por todo lo de la
humanidad como una gran prueba de elegancia, como se ha hecho más tarde. Después he
visto esas máximas muy de moda, y se las he visto practicar con tal éxito a muchos
caballeros y señoras que, dado el interés que se tomaban por el género humano, más les
valía hater nacido ranas. Quizá la impresión que me causó entonces Maldon no fue tan
viva porque era nueva; pero sé que aque llo no contribuía a realzarle en mi estimación ni
en mi confianza.
-Venía a saber si Annie quería ir esta noche a la ópera --dijo Maldon volviéndose hacia
eila-. Es la última repre sentación de la temporada que merezca la pena y hay una cantante
que no puede dejar de oír. Es una mujer que canta de una manera arrebatadora, sin contar
con que es de una fealdad deliciosa.
Después de esto recayó en su languidez.
El doctor, siempre encantado de lo que pudiera gustar a su mujer, se volvió hacia ella y
le dijo:
-Debes ir, Annie; debes ir.
-No, te lo ruego -contestó-; prefiero quedarme en casa; prefiero quedarme en casa.
Y sin mirar a su primo me dirigió la palabra pidiéndome noticias de Agnes,
preguntándome si no vendría a verla; si no sería probable que fuera aquel mismo día, y