sus emociones, mi corazón se volvía naturalmente hacia ella como hacia su refugio y su
mejor amiga.
No le hablé de Steerforth; nada más le dije que había tenido muchas penas en Yarmouth
a consecuencia de la pérdida de Emily, y que había sufrido doblemente a causa de las
circunstancias que la habían acompañado. Ella con su intuición adivinaría la verdad, y
sabía que no me hablaría nunca de ello la primera.
Recibí a vuelta de correo contestación a mi carta. Al leerla me parecía oírla hablar;
creía que su dulce voz resonaba en mis oídos. ¿Qué más puedo decir?
Durante mis frecuentes ausencias Traddles había venido a verme dos o tres veces.
Había encontrado a Peggotty: ella no había dejado de decirle, como a todo el que quería
oírla, que era mi antigua niñera, y él había tenido la bondad de quedarse un momento
para hablar de mí con ella. Al menos eso me había dicho Peggotty. Pero yo temo que la
conversación no fuera toda de su parte y de una duración desmesurada, pues era muy
difícil atajar a la buena mujer (que Dios bendiga) cuando había empezado a hablar de mí.
Esto me recuerda no solamente que estaba esperando a Traddles un día que él me había
fijado, sino que mistress Crupp había renunciado a todas las particularidades de su oficio
(excepto el salario), mientras Pe ggotty no dejara de presentarse en mi casa. Mistress
Crupp, después de haberse permitido muchas conversaciones sobre la cuenta de Peggotty,
en alta voz, en la escalera, con algún espíritu familiar que sin duda se le aparecía (pues, a
la vista, estaba completamente sola en aquellos monólogos), decidió dirigirme una carta
en la que me desarrollaba sus ideas. Empezaba con una aclaración de aplicación
universal, y que se repetía en todos los sucesos de su vida, a saber: que «ella también era
madre»; después me decía que había visto días mejores, pero que en todas las épocas de
su existencia había tenido una antipatía invencible por los espías, los indiscretos y los
chismosos. No citaba nombres; decía que yo podría adivinar a quién se referían aquellos
títulos; pero ella había sentido siempre el más profundo desprecio por los espías, los
indiscretos y los chismosos, particularmente cuando esos defec tos se encontraban en una
persona que llevaba el luto de viuda (esto subrayado). Si a un caballero le convenía ser
víctima de los espías, de los indiscretos y de los chismosos (siempre sin citar nombres),
era muy dueño. Tenía derecho a hacer lo que me conviniera; pero ella, mistress Crupp, lo
único que pedía era que no la pusieran en contacto con semejantes personas. Por esta
causa deseaba ser dispensada de todo servicio en las habitaciones del segundo hasta que
las cosas hubieran recobrado su antiguo curso, lo que era muy de desear. Añadía que su
cuaderno se encontraría todos lo sábados por la mañana en la mesa del desayuno, y que
pedía el pago inmediato con el objeto caritativo de evitar confusiones y dificultades a
«todas las partes interesadas».
Después de esto mistress Crupp se limitó a poner trampas en la escalera, especialmente
con pucheros, para ver si Pe ggotty se rompía la cabeza. Aquel estado de sitio me resultaba un poco cansado; pero tenía demasiado miedo a mis tress Crupp para decidirme a
salir de él.
-¡Mi querido Copperfield-exclamó Traddles apare ciendo puntualmente a pesar de todos
aquellos obstáculos-, ¿cómo estás?
-¡Mi querido Traddles! -le dije- Estoy encantado de verte por fin, y siento no haber
estado en casa las otras veces; pero he tenido tanto que hacer...
-Sí, sí -dijo Traddles-; es natural. ¿La « tuya» vive en Londres supongo?
-¿De quién hablas?
-De ella, dispénsame; de miss D..., ya sabes -dijo Traddles enrojeciendo por un exceso
de delicadeza- Vive en Londres, ¿no es así?
-¡Oh, sí; cerca de Londres!