¡Qué niñadas! ¡Qué tiempo de locuras, de ilusiones y de felicidad!
Cuando tomé la medida del dedo de Dora para hacerle un anillo compuesto de « no me
olvides», el joyero a quien lo encargué adivinó de lo que se trataba y se echó a reír mientras tomaba nota de mi encargo, y me preguntó todo lo que le convino para aquella joyita
adornada de piedras azules, que se une de tal modo todavía en mi memoria al recuerdo de
la mano de Dora, que ayer, al ver un anillo semejante en el dedo de mi hija, he sentido mi
corazón estremecerse de dolor por un momento.
Cuando me paseaba exaltado por mi secreto y mi importancia, pareciéndome que el
honor de amar a Dora y de ser amado por ella me elevaba tan por encima de los que no
estaban admitidos a aquella felicidad y que se arrastraban por la tierra como si yo hubiera
volado.
Cuando nos citábamos en el jardín de la plaza y charlába mos en el pabellón
polvoriento, donde éramos tan dichosos que todavía ahora amo los gorriones de Londres
por la sola razón de que veo los colores del arco iris en sus plumas de humo.
Cuando tuvimos nuestra primera gran discusión, ocho días después de empezar nuestro
noviazgo, y Dora me devolvió el anillo encerrado en una carta triangular con esta terrible
frase: «Nuestro amor empezó con la locura y termina con la desesperación», y al leer
aquello yo me arrancaba los cabellos y pensaba q ue todo había terminado.
Cuando al oscurecer volé a casa de miss Mills y la vi, a hurtadillas, en una antecocina,
donde había una lixiviadora, y le supliqué que intercediera con Dora y que nos salvara de
nuestra locura.
Cuando miss Mills consintió en encar garse y volvió con Dora exhortándonos desde lo
alto de su juventud rota para que hiciéramos concesiones mutual, con objeto de evitar el
desierto de Sahara.
Cuando nos echamos a llorar y nos reconciliamos para gozar de nuevo de una felicidad
tan viva en aquella antecocina con la lixiviadora, que por lo menos nos parecía el templo
del Amor, y cuando arreglamos un sistema de correspondencia que debía pasar por
manos de miss Mills, y que suponía por lo menos una carta diaria por ambas partes.
¡Cuántas niñerías! ¡Qué tiempos de felicidad, de ilusiones y de locuras! De todas las
épocas de mi vida que el tiempo tiene en su mano no hay ninguna cuyo recuerdo traiga a
mil labios tantas sonrisas y a mi corazón tanta ternura.
CAPÍTULO XIV
MI TÍA ME SORPRENDE
En cuanto fuimos novios Dora y yo, escribí a Agnes. Le escribí una carta muy larga, en
la que trataba de hacerle comprender lo dichoso que era y lo que valía Dora. Le suplicaba
que no considerase aquello como una pasión frívola, que podría ceder su lugar a otra, ni
que lo comparase lo más mínimo a las fantasías de niño sobre las que acostumbraba a
bromear. Le aseguraba que mi amor era un abismo de una profundidad insondable, y
expresaba mi convicción de que nunca se había visto nada semejante.
No sé cómo fue; pero mientras escribía a Agnes, en una hermosa tarde, al lado de mi
ventana abierta, con el recuerdo, presente en mis pensamientos, de sus ojos serenos y
limpios y de su dulce rostro, sentí una extraña dulzura que calmaba el estado feb ril en que
vivía desde hacía algún tiempo y que se mezclaba en mi felicidad misma haciéndome
llorar. Recuerdo que apoyé mi cabeza en la mano cuando estaba la carta a medio escribir
y que me puse a soñar pensando que Agnes era naturalmente uno de los elementos
necesarios en mi hogar. Me parecía que en el retiro de aquella casa, que su presencia
hacía para mí sagrada, seríamos Dora y yo más dichosos que en cualquier otro lado. Me
parecía que en el amor, en la alegría y en la pena, la esperanza o la decepción en todas