Y en mi bonito caballo gris, con la mano en la portezuela, me incliné a escuchar a miss
Mills.
-Dora va a venir a verme. Pasado mañana se viene conmigo y con mi padre a mi casa.
Si quisiera usted venir a ver nos, estoy segura de que papá tendría mucho gusto en recibirle.
¿Qué podía hacer sino pedir todas las bendiciones del mundo sobre la cabeza de miss
Mills, y sobre todo confiar su dirección al rincón más seguro de mi memoria? ¿Qué podía
hacer sino decir a miss Mills, con palabras ardientes y miradas reconocidas, todo lo que
le agradecía sus bondades y qué precio infinito daba a su amistad?
Después miss Mills me despidió benignamente: «Vuelva con Dora». Y volví; y Dora se
inclinó fuera del coche para charlar conmigo; y fuimos hablando todo el resto del ca mino;
y yo hacía andar tan cerca de la rueda a mi caballo gris, que se desolló toda la pierna
derecha, tanto que su propietario me dijo al día siguiente que le debía sesenta y cinco
chelines por el daño, lo que pagué sin regatear, encontrando que era barato para una
alegría tan grande. Durante el camino miss Mills miraba a la luna, recitando en voz baja
versos y recordando, supongo, los tiempos lejanos en que la tierra y ella no se habían
divorciado por completo.
Norwood estaba demasiado cerca, y llegamos muy pronto. Míster Spenlow se despertó
un momento antes de llegar a su casa y me dijo:
-Entre usted a descansar, Copperfield.
Acepté, y nos sirvieron sándwiches, vino y agua. En la habitación, iluminada, Dora me
parecía tan encantadora ruborizándose, que no podía arrancarme de su presencia y continuaba allí mirándola fijamente como en un sueño, cuando los ronquidos de míster
Spenlow me indicaron que era hora de retirarme. Me fui, y por el camino sentía todavía la
mano de Dora sobre la mía; recordaba mil y mil veces cada incidente y cada palabra, y,
por fin, me encontré en mi cama tan embriagado de alegría como el más loco de los
jovenes insensatos a quien el amor haya perdido la cabeza.
Al despertarme a la mañana siguiente estaba decidido a declararle mi pasión a Dora
para saber mi suerte. Mi felicidad o mi desgracia: esa era ahora la cuestión. Para mí no
había otra en el mundo, y a aquello sólo Dora podía contestar. Pasé tres días
desesperándome y torturándome, inventando las explicaciones menos animadas que se
podían dar a todo lo ocurrido entre Dora y yo. Por fin, muy vestido para las
circunstancias, me dirigí a casa de miss Mills con una declaración en los labios.
Es inútil decir la de veces que subí la calle para volverla a bajar; la de veces que di la
vuelta al lugar, dándome cuenta de que yo era mucho más que la luna, la palabra del
antiguo enigma, antes de decidirme a subir las escaleras de la casa y a llamar a la puerta.
Cuando por fin llamé, mientras esperaba que me abrieran tuve por un momento la idea de
preguntar si no vivía allí míster Balckboy (imitando al pobre Barkis) y disculparme y
huir. Sin embargo, no lo hice.
Míster Mills no estaba en casa; ya me lo esperaba, ¿para qué le necesitábamos?, y miss
Mills sí estaba en casa, y yo no necesitaba más.
Me hicieron entrar en una habitación del primer piso, donde encontré a miss Mills y a
Dora; también estaba Jip. Miss Mills copiaba música (recuerdo que era una romanza
nueva, titulada De profundis amoris) y Dora pintaba flores. ¡Juzgad de mis sentimientos
cuando reconocí mis flores, el ramo del mercado de Covent Garden! No puedo decir que
se pareciera mucho, ni que yo hubiera visto nunca flores como aquellas; pero reconocí la
intención en el papel que las envolvía, que, ese sí, estaba copiado con mucha exactitud.
Miss Mills estaba encantada de verme; sentía infinitamente que su papá hubiera salido,
aunque me pareció que soportamos su ausencia con bastante resignación. Miss Mills