de remordimientos. Me preguntaba si fingiría alguna indisposición para huir... a cualquier
parte... sobre mi bonito caballo gris, cuando me encontré a Dora con miss Mills.
-Míster Copperfield -dijo miss Mills-, ¿está usted triste?
-Usted dispense; pero no estoy nada triste.
-Y tú, Dora --dijo miss Mills-, también estás triste;
-¡Oh Dios mío, no!
-Míster Copperfield, y tú, Dora --dijo miss Mills con una expresión casi venerable-, ¡ya
es bastante! No consintáis que un equívoco insignificante marchite las flores
primaverales, que una vez marchitas no pueden volver a florecer. Me hace hablar así mi
experiencia del pasado --continuó miss Mills-, de un pasado irrevocable. Los ma nantiales
que brotan al sol no deben ser tapados por capricho; el oasis del Sahara no debe ser
suprimido a la ligera.
Yo no sabía lo que hacía, pues tenía la cabeza ardiendo; pero cogí la manita de Dora y
la besé; ella me dejó. Después besé la mano de miss Mills; y me pareció que subíamos los
tres juntos al séptimo cielo.
Ya no volvimos a bajar. Nos quedamos toda la tarde paseando entre los árboles con el
bracito tembloroso de Dora reposando en el mío, y Dios sabe que, aunque fuera una
locura, nuestra felicidad hubiera sido el poder volvemos in mortales de pronto con aquella
locura en el corazón, para errar eternamente así entre los árboles.
Demasiado pronto, ¡ay!, oímos a los demás que reían y charlaban llamando a Dora.
Entonces reaparecimos, y roga ron a Dora que cantase. Patillas rojas quiso it por la caja de
la guitarra; pero Dora dijo que yo sólo sabía dónde estaba. Así es que Patillas rojas estaba
derrotado, y yo fui quien encontró la caja, yo quien la abrió, yo quien sacó la guitarra, yo
quien se sentó a su lado, yo quien sostuvo su pañuelo y sus guantes y yo quien se
embriagó en el sonido de su dulce voz mientras ella cantaba para el que amaba. Los
demás podían aplaudir si querían; pero nada tenían que ver en su romanza.
Estaba borracho de alegría y me parecía que era demasiado dichoso para que pudiera
ser verdad; temía despertarme en Buckinghan Street y oír a mistress Crupp hacer ruido
con las tazas mientras preparaba el desayuno. Pero no, ¡era Dora que cantaba! Después
también cantaron otras; miss Mills también, y cantó una queja sobre los ecos dormidos de
la caverna de la memoria, como si tuviera cien años, y llegó la tarde. Tomamos el té,
haciendo hervir el agua en una hoguera al modo gitano, y yo era más dichoso que nunca.
Todavía me sentí más dichoso cuando nos separamos de Patillas rojas y cada uno tomó
su camino, mientras que yo partía con ella en medio de la calma de la tarde, de la luz
moribunda y de los dukes perfumes que se elevaban a nuestro alrededor. Míster Spenlow
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