Supongo que cuando vi a Dora en el jardín a hice como que no la veía, pasando por
delante de la casa y haciendo como que la buscaba con cuidado, fui culpable de dos pequeñas locuras que otros muchos jóvenes habrán cometido igual en mi situación; tan
naturales me parecen. Pero cuando hube encontrado la casa; cuando me apeé a la puerta;
cuando atravesé el césped con las crueles botas para acercarme a Dora, que estaba
sentada en un banco a la sombra de un lilo, ¡qué espectáculo ofrecía en medio de las
mariposas con su sombrero blanco y su traje azul cielo!
Con ella había otra muchacha, que a su lado parecía muchísimo más vieja: tendría
veinte años. Se llamaba miss Mills, y Dora la llamaba Julia. Era la amiga íntima de Dora.
¡Dichosa miss Mills!
Jip estaba allí y se empeñaba en ladrarme. Cuando la ofrecí mi ramo, Jip rechinó los
dientes de envidia. Tenía razón. ¡Oh, sí! Si tenía la menor idea del ardor con que amaba a
su dueña tenía razón.
-¡Oh, muchas gracias, míster Copperfield! ¡Qué flores tan bonitas! -dijo Dora.
Había tenido la intención de decirle que yo también las había encontrado encantadoras
antes de verlas a su lado, y estudiaba desde tres millas antes de llegar la mejor manera de
soltar la frase, pero no lo conseguí: estaba demasiado seductora y perdí toda presencia de
espíritu y toda facultad de palabra cuando le vi acercar el ramo a los lindos hoyuelos de
su barbilla, y caí en éxtasis. Todavía me sorprende el no ha berle dicho:
-Máteme, miss Mills, por piedad; ¡quiero morir aquí!
Después Dora alargó mis flores a Jip para que las oliera, y Jip se puso a gruñir y no
quiso olerlas. Entonces Dora las acercó a su hocico para obligarle, y Jip cogió una rama
de geranio entre sus dientes y la destrozó como si oliera una bandada de gatos
imaginarios. Dora le pegaba haciendo mohínes y diciendo: « ¡Mis pobres flores! ¡Mis
hermosas flores! » , con un tono tan simpático, me pareció, como si fuera a mí a quien Jip
hubiera mordido. ¡Ya lo hubiera que rido!
-Se alegrará usted mucho de saber, míster Copperfield -dijo Dora-, que la fastidiosa
miss Murdstone no está aquí. Ha ido a la boda de su hermano, y se quedará allí por lo
menos tres semanas. ¿No es un encanto?
Le dije que, en efecto, debía de estar encantada, y que todo lo que le encantaba a ella
me encantaba a mí. Miss Mills nos escuchaba sonriendo con una superioridad de benevolencia y simpatía.
-Es la persona más desagradable que conozco -dijo Dora- : no puedes figurarte qué
gruñona es y qué mal genio tiene.
-¡Oh!, ya lo creo que puedo, querida mía -dijo Julia.
-Es verdad. «Tú» puede que sí -respondió Dora co giendo la mano de Julia entre las
suyas-. Perdóname no haberte exceptuado enseguida.
De aquello deduje que miss Mills había sufrido las vicisitudes de la vida y que era a eso
a lo que podía atribuirse sus maneras llenas de gravedad benigna, que ya me habían cho cado. En el transcurso del día supe que no me había equivocado; mis Mills había tenido
la desgracia de enamorarse mal, y se decía que se había retirado del mundo después de
aquella terrible experiencia de las cosas humanas; pero que se tomaba siempre cierto
interés por las esperanzas y afectos de los jóvenes que no habían tenido todavía
desengaños.
En esto míster Spenlow salió de la casa, y Dora se ade lantó a él diciendo:
-¡Mira, papá, qué flores tan hermosas!
Y miss Mills sonrió con aire pensativo, como diciendo:
-¡Pobres flores de un día, gozad de vuestra existencia pasajera bajo el sol brillante de la
mañana de la vida!