virtud de este empleo, en posesión de una enorme sinecura, lo que no le impedía ocupar
al mismo tiempo un puesto en la Iglesia y poseer muchos beneficios, ser canónico en la
catedral, etc., mientras el público soportaba molestias infinitas, de las que teníamos una
muestra todas las mañanas cuando los asuntos abundaban en las oficinas? En fin, me
parecía que aquella administración del Tribunal de Prerrogativas del distrito de Canterbury era una máquina tan podrida y un absurdo tan peligroso, que si no se le hubiera
metido en un rincón del cementerio de Saint Paul (que no conoce apenas nadie), toda
aquella organización hubiera tenido que cambiarse de arriba abajo desde hacía mucho
tiempo.
Míster Spenlow sonrió al ver cómo me excitaba, a pesar de mi reserva habitual en
aquella cuestión; y después discutió conmigo este punto como los demás. «¿Qué era
aquello después de todo? - me dijo-. Pues una simple cuestión de opiniones. Si al público
le parecía que los testamentos estaban seguros, y admitía que la administración no podía
cumplir mejor con sus deberes, ¿quién sufría con ello? Nadie. ¿A quién beneficiaba? A
todos los que poseían las sinecuras. Muy bien. Las ventajas, por lo tanto, eran mayores
que los inconvenientes; quizá no era una organización perfecta, no hay nada perfecto en
este mundo; pero bajo la administración del Tribunal de Prerrogativas el país se había
cubierto de gloria. Si se metiera el hacha en la administración de Prerrogativas, el país
dejaría de cubrirse de gloria. Veía como el rasgo distintivo de un espíritu sensato y
elevado el tomar las cosas como se encontraban, y no cabía duda que la organización
actual de las Prerrogativas duraría tanto tiempo como nosotros.»
Yo me rendí a su opinion, aunque tuviera, por mi cuenta, muchas dudas sobre ello. Sin
embargo, él tenía razón, pues no solamente el Tribunal de Prerrogativas continúa existiendo, sino que existió una grave denuncia presentada de muy mala gana al Parlamento,
hace dieciocho años, donde todas mis objeciones estaban desarrolladas en detalle y en
una época en que se anunciaba que sería imposible amonto nar los testamentos del distrito
de Canterbury en el local actual durante más de dos años y medio, a partir de aquel momento. Yo no sé lo que se ha hecho después; no sé si se habrán perdido muchos, o si los
venden de vez en cuando a las tiendas como papel; pero estoy tranquilo porque el mío no
está allí y espero que no lo esté en mucho tiempo.
Si he relatado toda nuestra conversación en este dichoso capítulo no podrá decírseme
que no era su lugar apropiado. Charlábamos paseándonos de arriba abajo míster Spenlow
y yo antes de pasar a asuntos más generales. Por fin me dijo que el cumpleaños de Dora
era dentro de una semana, y que me agradecería mucho que me uniera a ellos para una
excursion que iban a organizar. Al momento perdí la razón, y al día siguiente mi locura
no tenía límites cuando recibí una cartita con estas palabras: «Recomendado al cuidado
de papá para recordar a míster Copperfield la excúrsión». Pasé los días que me separaban
de aquel gran suceso en un estado cercano a la idiotez.
Creo que debí de cometer todos los absurdos posibles como preparación para aquel día
afortunado. Me ruborizo al pensar en la corbata que compré; en cuanto a mis botas, eran
dignas de figurar en una colección de instrumentos de tortura. Me procuré, y envié la
víspera por la noche, por medio del ómnibus de Norwood, una cestita de provisiones que
casi equivalía, a mi parecer, a una declaración. Contenía, entre otras cosas, almendras
envueltas en las divisas más tiernas que pude encontrar en la confitería. A las seis de la
mañana estaba en el mercado de Covent Garden para comprar un ramo de flores a Dora.
A las diez montaba a caballo. Había alquilado un bonito caballo gris para aquella ocasión,
y tomé al trote el camino de Norwood con el ramo de flores en el sombrero para que se
conservara fresco.