Sí; puedo expresarme así; estaba absorto en Dora, pues no sólo estaba enamorado de
ella hasta perder la cabeza, sino que era un amor que penetraba todo mi ser. Se hubiera
podido sacar de mí (es una comparación) el amor suficiente para ahogar en él a un
hombre, y todavía hubiera quedado bastante para inundar mi existencia ent era.
Lo primero que hice por mi propia cuenta al volver a Londres fue ir por la noche a
pasearme a Norwood, donde, según los términos de un respetable enigma que me
propusie ron en la infancia, «di la vuelta a la casa sin tocar nunca la casa». Creo que este
difícil problema se aplica a la luna. Sea como sea, yo, el esclavo fanático de Dora, di
vueltas alrede dor de la casa y del jardín durante dos horas, mirando a través de las
rendijas de las empalizadas y llegando con esfuerzos sobrehumanos a pasar la barbilla
por encima de los clavos clavos oxidados que guarnecían la parte altar enviando besos a
las luces que aparecían en las ventanas, haciendo a la noche súplicas románticas para que
tomara en su mano la defensa de mi Dora... no sé bien contra quién: sería contra un
incendio; quizá contra los ratones, que le daban mucho miedo.
Mi amor me preocupaba de tal modo y me parecía tan natural confiarle todo a Peggotty
cuando la volví a encontrar a mi lado por la noche con todos sus antiguos enseres de costura, pasando revista a mi guardarropa, que después de muchos circunloquios le
comuniqué mi secreto. Peggotty se interesó mucho por ello; pero no conseguí que
considerase la cuestión desde el mismo punto de vista que yo. Tenía prejuicios
atrevidísimos en mi favor, y no podía comprender mis dudas y mi abatimiento.
-La joven podía darse por muy satisfecha con tener semejante adorador -decía-, y en
cuanto a su papá, ¿qué mas podía apetecer aquel señor que se lo dijeran'?
Observé, sin embargo, que el traje de procurador y el cue llo almidonado de míster
Spenlow le imponían un poco, inspirándole algún respeto por el hombre en el que yo veía
todos los días y cada vez más una criatura etérea que me parecía despedir rayos de luz
mientras estaba sentado en el Tribunal, en medio de sus carpetas, como un faro destinado
a iluminar un océano de papeles. Recuerdo también otra cosa que me pasaba mientras
estaba sentado entre los señores del Tribunal. Pensaba que todos aquellos viejos jueces y
doctores no se preocuparían siquiera de Dora si la conocieran, y que no se volverían locos
de alegría si les propusiera casarse con ella; que Dora podría, cantando y tocando aquella
guitarra mágica, empujarme a mí a la locura sin conmover siquiera ni hacer salir de su
paso ni a uno de aquellos seres.
Los despreciaba a todos sin excepción, ¡a todos! Me parecían unos viejos helados de
corazón y me inspiraban una repulsión personal. El Tribunal me parecía tan desprovisto
de poesía y de sentimiento como un gallinero.
Había tomado en mi mano con cierto orgullo el manejo de los asuntos de Peggo tty;
había probado la identidad del testamento; lo había arreglado todo en la oficina de
delegados, y hasta lo había llevado al banco; en fin, la cosa estaba en buen camino. Daba
alguna variedad a los asuntos legales yendo a ver con Peggotty las figuras de cera de
Fleet Street (supongo que se habrán fundido desde hace veinte años que no las he visto) y
visitando la exposición de miss Linvood, que ha quedado en mi recuerdo como un
mausoleo de crochet, propicio a los exámenes de conciencia y al arrepentimiento, y, en
fin, recorriendo la torre de Londres y subiendo hasta lo alto del cimborrio de Saint Paul.
Estas curiosidades procuraron a Peggotty alguna distracción de la que podía go zar en sus
actuales circunstancias. Sin embargo, hay que confesar que la catedral de Saint Paul,
gracias al cariño que tenía a su caja de labor, le pareció bastante digna de rivalizar con la
pintura de su tapa, aunque la comparación, desde algunos puntos de vista, resultara en
ventaja de aquella pequeña obra de arte; al menos esa era la opinión de Peggotty.