tenido en la mancha que caía sobre aquella familia honrada, y, sin embargo, creo que si
me hubiera encontrado frente a frente con él no habría tenido fuerzas para dirigirle ni un
solo reproche. Le hubiese amado tanto todavía, aunque mis ojos estuvieran abiertos;
hubiese conservado un recuerdo tan tierno de mi afecto por él, que me temo habría sido
débil como un niño que no sabe más que llorar y olvidar; pero claro que no se me ocurrió
pensar en una reconciliación entre nosotros. Fue un pensamiento que no abrigué jamás.
Sentía, como él mismo lo había sentido, que todo había terminado entre él y yo. Nunca he
sabido qué recuerdo había conservado de mí; quizá no era más que un recuerdo ligero,
fácil de desechar; pero yo, yo lo recordaba como a un amigo muy querido que me hubiera
arrebatado la muerte.
Sí, Steerforth; desde que has desaparecido de la escena de este pobre relato, no digo que
mi dolor no presentará invo luntariamente testimonio contra ti ante el trono del Juicio Final; pero no temas que mi cólera ni mis reproches acusadores lo persigan por sí mismos.
La noticía de lo que acababa de ocurrir se extendió pronto por el pueblo, y al pasar por
las calles al día siguiente por la mañana oía a los habitantes hablar de ello delante de sus
puertas. Había muchas gentes que se mostraban muy seve ras con ella; otras, con él; pero
sólo había una opinion respecto a su padre adoptivo o a su novio. Todo el mundo, de
todas condiciones, demostraba por su dolor un respeto lleno de cuidados y delicadezas.
Los marineros permanecieron alejados cuando los vieron andar lentamente por la playa
muy de madrugada, y formaron grupos donde sólo se hablaba de ellos para
compadecerlos.
Los encontré en la playa a la orilla del mar, y me habría sido fácil observar que no
habían pegado ojo, aunque Peggotty no me hubiera dicho que la mañana les había
sorprendido sentados todavía donde los había dejado la víspera. Parecían agotados, y me
pareció que aquella sola noche había inclinado la cabeza de míster Peggotty más que
todos los años transcurridos desde que yo le conocía. Pero los dos es taban graves y
tranquilos como el mismo mar que se extendía ante nosotros sin una ola, bajo un cielo
sombrío, aunque el oleaje duro demostrase claramente que respiraba dentro de su reposo
y aunque una banda de luz que iluminaba el ho rizonte hiciera adivinar detrás la
presencia,del sol, invisible todavía tras de las nubes.
-Hemos hablado mucho, señorito -me dijo míster Peggotty, después de que dimos los
tres reunidos algunas vueltas por la arena, en silencio-, de lo que debíamos y no debíamos
hacer. Pero ahora ya está decidido.
Lancé por casualidad una mirada a Ham. En aquel mo mento miraba el resplandor que
iluminaba al mar en la lejanía, y aunque su rostro no estaba animado por la cólera y, a lo
que recuerdo, sólo podía leer una expresión resuelta y sombría, se me ocurrió el terrible
pensamiento de que si encontraba alguna vez a Steerforth lo mataría.
-Mi deber aquí está cumplido, señorito -dijo míster Peggotty-, y voy a buscar a mi... Después se detuvo y añadió con voz más segura:
-Voy a buscarla; es mi única misión desde ahora,
Sacudió la cabeza cuando le pregunté dónde la buscaría, y me preguntó si me marchaba
a Londres al día siguiente. Le dije que si no me había marchado ya era por temor de
desperdiciar la ocasión si podía ayudarle en algo; pero que estaba dispuesto a partir
cuando él quisiera.
-Mañana me iré con usted, señorito -dijo-, si le parece bien.
Dimos de nuevo algunos paseos en silencio.
-Ham continuará trabajando aquí -añadió después de un momento-. Se irá a vivir a casa
de mi hermana. En cuanto al viejo barco...
-¿Es que abandonará usted el viejo barco, míster Peggotty? -pregunté con dulzura.