el cofre que le había costado tantas preocupaciones. Supe que cuando ya no había sido
capaz de arrastrarse fuera del lecho para abrirlo, ni de asegurarse de que estaba allí por
medio del bastón, como yo le había visto hacer, lo había hecho colocar encima de una
silla al lado de su cama, donde lo tenía entre sus brazos noche y día. En aquel momento
se apoyaba en él; el tiempo y la vida se le escapaban; pero conservaba su cofre, y las
últimas palabras que había pronunciado para desechar sospechas eran: «Trajes viejos».
-Barkis, amigo mío -dijo Peggotty con un tono que trataba de hacer alegre inclinándose
hacia él, mientras su hermano y yo permanecíamos a los pies de la cama -, aquí está mi
querido niño Davy, que fue quien sirvió de intermediario en nuestro matrimonio, con el
que enviabas tus mensajes, ¡ya lo sabes! ¿Quieres hablar al señorito Davy?
Continuaba mudo y sin conocimiento, como el cofre, que era lo único que daba algo de
expresión a su fisonomía, por el cuidado celoso con que lo estrechaba.
-Se va con la marea - me dijo míster Peggotty tapándose la boca con la mano.
Mis ojos estaban húmedos y los de míster Peggotty también. Repetí en voz baja:
-¿Con la marea?
-En las costas --dijo mister Peggotty- siempre se muere con la marea baja, y, por el
contrario, siempre se viene al mundo con la marea alta, y no se es totalmente del mundo
más que en plena marea. Pues bien; él se irá con la marea. Esta baja a las tres y media y
no volverá a subir hasta media hora después. Si dura hasta que el mar empiece a subir no
entregará su espíritu mientras estemos en plena marea, y esperará para marcharse a la
próxima marea baja.
Continuábamos allí mirándole. El tiempo transcurría; las horas pasaban. No puedo decir
qué misterioso influjo ejercía mi presencia sobre él; pero cuando empezó a murmurar
algunas palabras en su delirio hablaba de llevarme a la pensión.
-Vuelve en sí -dijo Peggotty.
Míster Peggotty me tocó en el brazo, diciéndome bajo, en tono convencido y
respetuoso:
-La marea baja, y se va.
-Barkis, amigo mío -exclamó Peggotty.
-C. P. Barkis --exclamó él con voz débil- : ¡la mejor mujer que hay en el mundo!
-Mira; aquí está Davy -dijo Peggotty, pues abría los ojos.
Iba a preguntarle si me reconocía, cuando hizo un esfuerzo para extender su brazo, y
me dijo claramente, con una dulce sonrisa:
-¡Barkis está dispuesto!
Y el mar bajaba, y se fue con la marea.
CAPÍTULO XI
UNA PÉRDIDA MAYOR
No había dificultad para mí en ceder a los ruegos de Peggotty, que me pedía que
permaneciera en Yarmouth hasta que los restos del pobre carretero hubieran hecho por
última vez el viaje de Bloonderstone. Había comprado desde hacía mucho tiempo, de sus
economías, un rinconcito de tierra en nuestro antiguo cementerio, cerca de la tumba de
«su querida niña», como llamaba siempre a mi madre, y allí reposa rían sus restos.
Cuando lo pienso ahora me parece que no podía ser más dichoso de lo que lo era
entonces acompañando a Peggotty y haciendo por ella lo poco que podía. Pero temo
haber sentido una satisfacción todavía mayor (satisfacción personal y profesional) al
examinar el testamento de Barkis y al apreciar su contenido.
Reclamo el honor de haber sugerido la idea de que el testamento estaría en el cofre.
Después de algunas pesquisas, apareció en el fondo de una bolsa, en compañia de un