Le repliqué que me gustaba bastante; pero que no me ocupaba todo mi tiempo.
-¡Oh, cómo me alegro de saberlo! porque me gusta que me corrijan cuando me
equivoco -dijo Rose Dartle-. ¿Quizá quiere usted decir que es un poco árido?
-Sí -repliqué-; quizá es un poco árido.
-¡Oh! Y por eso necesita usted reposo, cambio, excitaciones y todo eso; ¿verdad? Pero
no es un poco... ¿eh?... para él; no me refiero a usted.
Una rápida mirada que lanzó hacia donde se estaban paseando cogidos del brazo
Steerforth y su madre me demostró a quién se refería; pero fue cosa perdida pues no comprendí nada, y estoy seguro de que se me notaba.
-No parece... no digo que sea... pero me gustaría saber... ¿no está muy preocupado? ¿No
es más remiso que de costumbre en sus visitas a su madre, que lo quiere ciegamente, eh?
-dijo con otra mirada rápida, lanzada a ellos, y una a mí, en la que parecía querer leer el
fondo de mis pensamientos.
-Miss Dartle - le respondí-, no crea usted, le ruego...
-¿Yo creer? ¡Oh querido mío! Pero no vaya usted a creer que yo creo algo. No soy
suspicaz. Solamente hago una pregunta. No tengo ninguna opinión. Querría formarme
una opinión por lo que usted me dijera. Pero, según eso, no es así. ¡Bien! Me alegro
mucho de saberlo.
-No; no es cierto - le dije un poco confuso- que sea yo responsable de las ausencias de
Steerforth, pues yo mismo no lo sabía. De sus palabras deduzco que ha estado más
tiempo que de costumbre sin venir a ver a su madre; pero yo tampoco le había vuelto a
ver hasta ayer por la noche desde hacía muchísimo tiempo.
-¿Es cierto?
-Completamente cierto, miss Dartle.
Mientras me miraba de frente la vi palidecer, y la cicatriz de la antigua herida se
destacó profundamente sobre el labio desfigurado, prolongándose sobre el otro y bajando
oblicuamente hacia la barbilla. Me pareció que había algo verdaderamente temible en
aquello y en el brillo de sus ojos, cuando me dijo mirándome con fijeza:
-Entonces ¿qué hace?
Repetí sus palabra más para mí mismo que para ser oído por ella, tanto me sorprendía.
-Entonces ¿qué hace? -repitió con un ardor que parecía consumirla como el fuego- ¿A
qué se dedica ese hombre que no me mira nunca sin que lea en sus ojos una falsedad
impenetrable? Si usted es honrado y fie l, yo no le pido que traicione a su amigo;
solamente le pido que me diga si es la cólera, o el odio, o el orgullo, o la intranquili dad de
su naturaleza, o algún extraño capricho, o el amor, lo que lo posee...
-Miss Dartle -respondí-, ¿qué quiere usted que yo le diga, cuando no sé nada más de
Steerforth de lo que sabía cuando vine aquí por primera vez? Ni adivino nada. Creo
firmemente que no le sucede nada. No comprendo siquiera lo que me quiere usted decir.
Mientras me miraba todavía fijamente, un estremecimiento convulsivo, que yo no podía
separar de la idea de sufrimiento, apareció en la cruel cicatriz. Y el extremo de su labio se
levantó con aquella expresión de desdén o de pie dad. Se tapó la boca con la mano
apresuradamente (una mano tan fina y delicada que cuando yo le había visto extenderla
ante su rostro para preservarlo del fuego, la había comparado en mi imaginación con la
más fina porcelana) y me dijo con viveza en un acento conmovido y apasionado: «Le
prometo guardar secreto de esto»; después no añadió ni una palabra más.
Mistress Steerforth no se había sentido nunca más dichosa de la compañía de su hijo
que aquel día, pues precisamente Steerforth nunca había estado mas cariñoso y deferente
con ella. A mí me interesaba vivamente verlos juntos, no sólo a causa de su afecto mutuo,
sino también a causa del parecido sorprendente que existía entre ellos, pues la única